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25.- EUROPA A LA VISTA

Actualizado: hace 20 horas

Blanchard seguía esperando en aquel pequeño piso cercano a Sfax. Los organizadores del viaje les habían dejado claras las instrucciones: no debían salir bajo ningún concepto. Fuera, la policía patrullaba con intensidad, tanto por tierra como por mar. La tensión era palpable. Cada mensaje suyo traía una mezcla de cansancio, vigilancia y esperanza contenida.


Por aquellas mismas fechas, en octubre de 2023, la Unión Europea mantenía una reunión clave con el presidente tunecino, Kais Saied. Lampedusa, a apenas 180 kilómetros en línea recta, se había convertido en un foco de preocupación para Europa, desbordada por la llegada constante de embarcaciones precarias cargadas de migrantes. Bruselas ofreció ayuda económica a Túnez a cambio de reforzar los controles y contener las salidas, pero el presidente tunecino lo consideró insuficiente. Decía que ese dinero no bastaba para asumir el coste humano, social y político que suponía convertirse en el muro sur de Europa. Mientras tanto, los migrantes seguían atrapados, esperando, escondidos, sin saber si su viaje seguiría adelante o acabaría antes de empezar. Y nuestro amigo era uno de ellos.


- No puedo salir de casa, sólo de 6:00 a 10:00. Si algún tunecino me ve llamará a la policía y no me gustaría que me encerrasen en una cárcel. Y me han dicho ahora que debemos esperar una semana antes de intentar el viaje.


Volví a pensar en su situación. Su margen de libertad era mínimo, reducido a unas pocas horas al día, y el riesgo de ser detenido lo mantenía en un estado constante de alerta. No era una espera tranquila; era una espera vigilada, cargada de miedo e incertidumbre.


Además, ya no tenía aquella tarjeta de crédito que tantas veces lo había sacado de apuros. Se enfrentaba, quizá, al momento más decisivo de toda su travesía. Pensaba en el peligro real que suponía el intento, en la posibilidad de que el mar no le diera tregua. Y aunque consiguiera llegar a Italia, su futuro no era mucho más prometedor: tenía prohibida la entrada al espacio Schengen durante cinco años, tras ser repatriado desde Noruega a su país.


Sabía que no era el mejor momento para cuestionar su viaje. Él estaba jugándose la vida, y yo solo podía observar desde la distancia. Pero no pude evitar escribirle para entablar una conversación sobre todo aquello, como si aún estuviera a tiempo de ofrecerle una alternativa, o al menos de hacerle recapacitar.


—¿Y qué esperas que pase al llegar a Lampedusa? —pregunté, tratando de ir al fondo de la cuestión.

—Son siete horas de viaje. Nos llevarán desde este piso hasta un pueblo en la costa y, si las condiciones son buenas, salimos en la patera —respondió, como tantas veces, esquivando lo esencial. Su frecuente “manzanas traigo”.


Insistí.

—No te estoy preguntando por la logística. Lo que quiero saber es qué crees que va a pasar cuando llegues a Lampedusa. —Le escribí intentando centrar la conversación, evitando mencionar lo que me quitaba el sueño: el peligro del mar, la posibilidad del fracaso, el abismo que se abría entre su esperanza y la realidad.

—En cuanto llegue, les daré otro nombre para que no me identifiquen —me dijo, con esa seguridad que tantas veces me había desconcertado. Como si la vida se resolviera con decisión y fe.

—¿Conoces a alguien que haya conseguido pasar estos días a Lampedusa? —insistí, buscando anclar su confianza en algo concreto.

—Sí, dos amigos que se fueron ayer me han llamado. Me han dicho que mañana les llevan a Francia —respondió sin dudar, como si eso bastara para confirmar que el camino estaba abierto.

Su tono era firme, casi ilusionado, pero yo no podía dejar de pensar en todo lo que se interponía entre él y ese supuesto destino final. Una identidad falsa, una travesía incierta, una frontera que no sólo era geográfica, sino también legal y moral.


Quería plantearle mis dudas, hacerle ver los riesgos que aún tenía por delante, pero también sabía que no era el mejor momento. Él ya había elegido su destino. Había llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás, y cualquier advertencia por mi parte podía sonar a reproche o a miedo ajeno. Sin embargo, no podía evitar pensar en lo que vendría después, si lograba llegar sano y salvo a la isla italiana.


Porque atravesar el Mediterráneo era solo una parte del problema. El verdadero desafío empezaría al poner un pie en Lampedusa. ¿Qué pasaría si lo detenían? ¿Si lo identificaban? La prohibición de entrada en el espacio Schengen seguía vigente, su nombre, sus huellas, todo eso ya estaba registrado en los sistemas europeos. Me debatía entre el respeto a su decisión y la necesidad de advertirle, una vez más, del riesgo que estaba asumiendo. Quizá por última vez.


—¿Y qué dirás cuando te pregunten por tu país de origen?

—Les diré que vengo de Nigeria y que he salido por razones económicas. Ellos conocen la miseria que hay en África. También he pensado en decir que soy de Níger, que tuve que huir tras el golpe de Estado. Pero creo que es mejor Nigeria, porque hablo mejor inglés que árabe.

—¿Hay nigerianos entre tus compañeros de piso?

—Sí, hay tres —respondió sin vacilar.

—Entonces tendrás que aprenderte algunas ciudades, por si te piden más detalles —le advertí, al ver que su plan estaba muy meditado.

—Kano, Lagos, Kabbalah, Abuya… ¿Has visto? Conozco muchas —escribió con la alegría ingenua del que acierta la pregunta en un concurso de televisión.

—Veo que lo tienes todo pensado.

—Pero tranquilo, una vez que llegue a Lampedusa será fácil. No preguntan mucho, solo tu nombre y el país de origen. Las huellas no las toman al llegar, eso es más adelante —me dijo con la seguridad del que ha pasado por esto antes.


Y en realidad, era cierto. Ya había vivido una situación parecida cuando cruzó el Estrecho de Gibraltar por primera vez. No podía negarlo: tenía más experiencia que yo en este tipo de travesías.


Asumí que la situación no tenía vuelta atrás. Blanchard estaba convencido, y aunque no lo estuviese del todo, sabía que embarcar rumbo a Europa era la única salida posible a ese punto muerto en el que se encontraba. No quedaban más caminos.

Debía esperar en aquel piso hacinado, compartido con otros muchos que, como él, casi podían ver Europa al otro lado del mar. Vivían entre la ilusión y la ansiedad, conscientes de que los separaban apenas unos días del intento decisivo. Pero también sabían —o al menos lo intuían— que los mayores peligros aún estaban por venir.


Esa noche recibí un nuevo mensaje.

—Manu, he salido a hacer la compra y me han agredido con un destornillador.

El texto venía acompañado de un vídeo. En él, Blanchard me mostraba varias heridas punzantes en el antebrazo y una más profunda en el hombro. Todavía sangraban.

Me explicó que iba camino de una tienda para comprar algo de comida cuando un grupo de ocho tunecinos que iban en moto se le acercaron. Le ordenaron que se detuviera y, al negarse, comenzaron los problemas. Lo acorralaron, lo apuñalaron y le robaron el poco dinero que llevaba encima.

—¿Cómo estás? —le pregunté al día siguiente, aún conmocionado por su relato.

—Bien, aunque asustado. El tunecino que organiza el viaje me ha llevado a un médico. Me ha curado las heridas, me ha vendado el brazo y me ha dado antibióticos. Hoy tengo bastante fiebre.


Me escribía desde el teléfono de un camerunés que también esperaba su momento para cruzar. Las comunicaciones eran esporádicas, breves, muchas veces interrumpidas. Y cada mensaje, cada frase, parecía llegar desde otro mundo: un mundo precario, al borde del colapso, sostenido apenas por la voluntad de seguir adelante.

Al día siguiente me envió una foto. En ella se veía su antebrazo vendado con una gasa blanca ajustada. Me decía que se encontraba mejor, que la fiebre había remitido. Su voz escrita sonaba algo más serena.

Parece ser que el tunecino que organizaba el viaje les había dicho que estuvieran preparados. El plan estaba en marcha. En cualquier momento serían trasladados a un pueblo cercano a Sfax, junto al mar. El viaje comenzaría por tierra: irían en grupos de cuatro, de cuatro en cuatro, hasta llegar a otro local donde aguardarían el momento oportuno. Había que esperar a que el mar estuviera en calma, a que el cielo no levantara sospechas, a que la vigilancia se relajara. Y entonces, cuando todo encajase, saldrían.

Eran un total de 35 personas: 15 hombres y 20 mujeres, seis de ellas embarazadas. Había comenzado el movimiento. Los primeros grupos ya salían en coche rumbo al lugar desde donde embarcarían. Blanchard me escribió con rapidez, sabiendo que era cuestión de minutos. El dueño del teléfono que usaba —un camerunés con el que compartía piso— iba en uno de los primeros grupos, así que sería su último mensaje por un tiempo.


—Te llamaré mañana desde otro teléfono —me escribió antes de desconectarse.


Al día siguiente recibí un mensaje desde un nuevo número con prefijo tunecino. Hice las comprobaciones pertinentes, como tantas otras veces. Ya era una rutina para mí. Reconocí enseguida su forma de escribir, pero noté algo distinto: estaba nervioso, más que de costumbre.


—No entiendo qué pasa. Sigo aquí y me dicen que espere. Además, me han dicho que han matado a un camerunés cerca del mar. No sé cómo ha sido, pero la cosa está complicada.


Se le notaba inquieto, con esa urgencia contenida de quien necesita moverse, de quien siente que el tiempo juega en su contra. Como un perro enjaulado. Las noticias que le llegaban desde el exterior, desde las inmediaciones del mar, no eran buenas. Llevaba más de una semana encerrado en aquel piso, y todo parecía estancado. Su frustración y su ansiedad eran perfectamente comprensibles.


A la media hora llegó otro mensaje:


—Me llevan ya a la costa. Me han dicho que saldremos esta noche hacia Italia. Te llamaré desde allí.


Me escribió, imagino, de forma apresurada, a juzgar por los errores tipográficos que salpicaban el mensaje. Yo no sabía qué decir. No sabía qué escribir. La suerte estaba echada.

Blanchard dejaba de depender de sí mismo y quedaba a merced de decisiones ajenas, del estado del mar, de la vigilancia policial… o simplemente del azar. Solo pude responder con una palabra. Una palabra que encerraba miedo, deseo, resignación y esperanza.


—Suerte.



(Túnez, Octubre de 2023)



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2 Comments


Ana Casado
Ana Casado
hace 21 horas

Urruti Europa hori...

Noiz gaude kokatuta? Iazko udara aldera?

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manuzubi
manuzubi
hace 20 horas
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Oraintxe jarri det data: 2023ko Urria.

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