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26.- EL OLIVO

Actualizado: 10 jun

Imaginaba a mi amigo escondido en algún piso cercano al mar, con la respiración contenida, esperando la señal que daría comienzo a su travesía. Imaginaba una embarcación precaria, quizá pensada para una decena de personas, en la que se apiñarían, sin orden ni espacio, las treinta y cinco almas dispuestas a jugarse la vida. No podrían siquiera ver con claridad el casco del bote, ni calcular su resistencia, porque ya era de noche en Sfax. Solo sombras, susurros, prisas. Imaginaba el mar oscuro, sin luna, y al fondo las luces difusas de la ciudad, cada vez más lejanas, mientras la barca avanzaba sobre unas aguas que no prometían calma, rumbo al supuesto paraíso.


Lo reconozco, no era demasiado optimista aquella tarde, tras su última comunicación con Blanchard esa misma mañana. Me había informado de que partían esa noche, pero las noticias que llegaban por televisión hablaban ya de una oleada de embarcaciones que habían alcanzado el puerto de Lampedusa. Las imágenes eran impactantes: barcazas atestadas de migrantes que, nada más tocar tierra, eran recibidos por voluntarios de la Cruz Roja con mantas térmicas y botellas de agua. Aunque sabía que Blanchard aún no había salido de Túnez, no podía evitar mirar una y otra vez aquellos rostros agotados, llenos de polvo y salitre, pero también de alivio. Buscaba el suyo entre la multitud, como si pudiera reconocer su expresión, su gesto, en medio de aquella marea humana. Era inútil, pero lo hacía igual.


A eso de las 11:00 de la noche, sonó en mi teléfono aquel ruido seco y breve que me anunciaba un nuevo mensaje. Lo abrí con una mezcla de ansiedad y esperanza. Pero lo que leí me dejó helado:


– Manu, he huido de la comisaría. Soy el único que ha podido escapar. Todos los demás están allí, arrestados.


Tardé unos segundos en reaccionar. Le escribí de inmediato, con el corazón acelerado:


– ¿Pero os han detenido? – pregunté, desolado.

– Sí. Estábamos ya embarcando cuando llegó la policía. Nos detuvieron a todos. Nos llevaron a comisaría, nos tomaron fotos y las huellas dactilares. Entonces escuché que podríamos pasar seis meses en la cárcel. Y cuando vi que uno de los policías se distrajo, salí corriendo. Corrí por toda la ciudad hasta llegar aquí. Estoy en en lugar apartado para que no me detengan.


Le pregunté qué iba a hacer ahora, cómo pensaba moverse en una ciudad que apenas conocía, vigilada, con una herida reciente y un teléfono en el bolsillo que podía delatarle.


– Estoy buscando un sitio para esconderme. Si me arrestan ahora, será mucho peor. Te llamaré mañana, ahora tengo que desaparecer.


Me escribió desde un número que ya tenía registrado: uno de los móviles prestados que había usado días atrás. Aparentemente, lo llevaba encima en el momento en que logró escapar.

Me quedé mirando la pantalla, inmóvil. El plan había estallado por los aires. Las cartas se habían vuelto a mezclar, pero esta vez, ninguna parecía buena.


La situación era desastrosa. Blanchard estaba indocumentado en un país donde la policía ya lo había identificado, sin recursos económicos, con el miedo constante de volver a ser agredido en la calle, como le había ocurrido días atrás, y con la puerta de salida —el mar— cerrada de golpe. Todo su plan se había venido abajo en cuestión de minutos. El último intento, el que parecía definitivo, había terminado en una carrera desesperada por salvarse del encierro.


Me costó dormir aquella noche. Cada vez que cerraba los ojos imaginaba su huida a través de las calles oscuras de Sfax, con el brazo herido, jadeando, escondiéndose en callejones o patios traseros, sin saber hacia dónde correr. La angustia de no saber dónde estaba, si había conseguido refugio, si alguien lo había seguido. La soledad de estar en tierra extraña, sin aliados, sin un lugar seguro. Y yo, desde la distancia, me sentía impotente, reducido a ese incómodo papel de testigo que sólo podía leer y esperar.


Recibí nuevos mensajes la mañana siguiente. Durante la noche, una mujer se apiadó de él y le indicó un lugar donde podría resguardarse sin ser visto. Era una casa en construcción, a las afueras de la ciudad, medio oculta entre solares y caminos de tierra. Allí pasó la noche, envuelto en silencio, temiendo cualquier ruido que pudiera delatar su presencia.

A primera hora, uno de sus compañeros de viaje lo llamó. Era un camerunés que había sido liberado porque tenía un pasaporte en regla. Se reunió con él en un café cercano. Sin embargo, las noticias que traía no eran buenas. Según le contó, durante los interrogatorios, varios de los detenidos habían señalado a Blanchard como el organizador del viaje. No sabían quién era realmente el responsable, y quizás por miedo, o por desviar la atención, lo señalaron a él.


Blanchard estaba descompuesto. Sabía que si la policía lo encontraba de nuevo, su situación sería mucho más grave. Ahora no solo era un migrante irregular, sino también un sospechoso de tráfico de personas. El riesgo de ser encarcelado durante meses se volvía real. La idea de volver a pisar una comisaría le helaba la sangre.


—Tienes que salir de ahí, es muy peligroso. Tienes que pensar bien lo que vas a hacer —le escribí, intentando que mi mensaje llegase con la serenidad que yo mismo no tenía.

—Sí, tengo que salir de aquí como sea —respondió sin dudar, como si su mente ya estuviera en movimiento, buscando salidas, soluciones, caminos que aún no conocía pero que necesitaba inventar.

—¿Quién tiene tu pasaporte? ¿Tienes su teléfono? Creo que es lo primero que deberías hacer.

—Se llama Amza y vive en Orán. Le llamaré, necesito mi pasaporte. Mi amigo camerunés tiene su pasaporte y va a quedarse aquí para intentar pasar de nuevo hacia Italia. No tengo batería, te llamaré mañana. Yo me voy de aquí.


Esa decisión me dejó una mezcla extraña de alivio y angustia. Por un lado, al fin comprendía que debía salir de ese lugar donde ya no tenía ninguna opción. Pero por otro, sabía que esa marcha implicaba nuevos riesgos, nuevas decisiones sin garantías. Blanchard se alejaba de Sfax, de la costa, del mar que no pudo cruzar… pero no de la incertidumbre. Solo esperaba que el próximo camino fuese menos cruel que los anteriores.

Al día siguiente volvió a escribirme. Había logrado contactar con Amza, la persona que tenía su pasaporte. Ese pasaporte que, en el último intento de cruzar a Europa, parecía un estorbo —una prueba que podía delatar su verdadera identidad—, ahora se convertía en la única llave que le permitiría seguir avanzando a través de África. Me envió dos capturas de pantalla con la conversación mantenida con el argelino. En ellas, Blanchard le explicaba su situación con detalle, pidiéndole ayuda urgente. La respuesta de Amza era clara, directa y, sobre todo, esperanzadora:

Blanchard, entiendo perfectamente todo lo que me cuentas. Debes abandonar Túnez lo antes posible. Si la policía te arresta, vas a tener muchos problemas. Conozco muchas personas con los mismos problemas que tú y siguen arrestados en la cárcel. No te muevas de donde estás y yo hablaré con mi amigo de Taxi Mafia. Le he dicho que eres mi hermano y ha fijado un precio de 400 euros. Te traerá directamente a mi casa y yo te encontraré trabajo aquí, en Orán. En diciembre el mar está muy calmado y quiero ir con mi mujer a España, como tú. Podemos ir los tres. Después de leer este mensaje, bórralo.

Era una salida perfecta para alguien acorralado, desesperado, sin recursos ni aliados cercanos. Una oportunidad que no podía dejar pasar. Además, la propuesta contenía algo más que un rescate inmediato: abría una nueva posibilidad de volver a intentar el cruce a Europa, esta vez desde la costa argelina. En aquel momento, nadie podía ofrecerle nada mejor.


Seguí analizando la captura de pantalla que me había enviado. La respuesta de Blanchard no se hizo esperar. Era breve, directa y cargada de angustia:

Amza, sigo escondido, no me voy a mover de aquí. Sácame de aquí, te lo suplico. Ya veré cómo consigo el dinero.

No necesitaba añadir más. En esas pocas líneas se concentraba todo: el miedo, la urgencia, la confianza ciega en alguien que, quizá por primera vez en días, le ofrecía una salida real. Blanchard sabía que no podía moverse, que cualquier paso en falso podría significar su detención definitiva. Pero también sabía que debía actuar con rapidez. Había llegado al límite. Y ahora todo dependía de que aquel contacto, ese “hermano” improvisado en Orán, cumpliera su palabra.


Tenía por fin una oferta de salida, un plan claro, un punto de fuga en medio del caos. Pero le faltaba lo principal: el dinero. Quinientos euros que podían marcar la diferencia entre seguir escondido en una casa en ruinas o volver a moverse, a respirar, a intentar rehacer su camino. Leí una y otra vez aquella conversación con Amza, intentando descifrar entre líneas las verdaderas intenciones de aquel hombre. ¿No era el mismo que se había quedado con su pasaporte tiempo atrás prometiendo enviárselo en cuanto llegase a Europa? Promesa ya me planteó serias dudas en su momento. Ahora, de pronto, aparecía como un salvador dispuesto a mover contactos, encontrarle trabajo y hasta llevarlo con su mujer a España. Todo sonaba bien, quizá demasiado bien. ¿Era de fiar esta vez?


Blanchard estaba atrapado en un callejón sin salida. Había agotado todas las vías. Estaba fichado por la policía tunecina, sin documentación, sin dinero, sin amigos cerca, sin opciones visibles. Todo lo que tenía era ese teléfono prestado, una promesa escrita en un mensaje y la urgencia de tomar una decisión que podría cambiarlo todo.


Era plenamente consciente del peligro que suponía para Blanchard permanecer en Túnez. Había leído informaciones que hablaban de la difícil situación de los subsaharianos detenidos por intentar cruzar a Europa: su número creciente se había convertido en un problema político para el gobierno tunecino. Algunos eran abandonados en la frontera con Libia, una zona desértica e inhóspita, con temperaturas extremas. La policía les indicaba una dirección: “Caminen hacia allí, estáis en Libia”. Nada más. Muchos eran interceptados por las autoridades libias, pero otros morían en el intento, desaparecidos en la arena sin dejar rastro. El propio Blanchard me habló de esa posibilidad; era un rumor que ya corría entre los que compartían su encierro y su espera.


Sabía que, en aquel momento, yo era la única persona que podía ayudarle económicamente. Me lo había prometido: no volvería a enviarle dinero. Había iniciado un proyecto —un libro que relataba su historia— con la esperanza de obtener algunos recursos para apoyarlo, pero el plan era quijotesco y aún lejano. Ahora, una nueva encrucijada moral se presentaba ante mí, como tantas otras veces, pero con mayor urgencia.


Aquel dilema moral me consumía por dentro. Blanchard no era simplemente una persona que había pasado por nuestra vida: había sido uno más en nuestra familia durante los meses que vivió con nosotros, compartiendo la rutina, los desayunos, las conversaciones, los silencios. Incluso después de su marcha, seguía presente en nuestro día a día, aunque fuese en forma de mensajes de voz, vídeos grabados apresuradamente desde un lugar remoto o textos entrecortados escritos desde teléfonos prestados. Había reído con él, había sufrido con él y había discutido con él. La distancia no había conseguido diluir su presencia. Y eso lo hacía todo más difícil.


Pero al mismo tiempo, era plenamente consciente de que Blanchard era un adulto que tomaba sus propias decisiones, muchas veces sin atender a razones, guiado por una convicción que a mí se me escapaba. A veces pensaba que, en el fondo, confiaba en que yo estaría siempre en la sombra, como una red invisible lista para amortiguar sus caídas. Otras veces, sin embargo, comprendía que su obsesión por llegar a Europa no dependía de mí, ni de nadie: era su motor, su fe, su impulso vital. Seguía adelante, pasara lo que pasara, conmigo o sin mí.


Y luego estaba el dinero. El maldito dinero. Siempre sobre la mesa, siempre entre líneas. Cada petición, cada emergencia, cada “por favor” me obligaba a mirar de reojo mi propia economía, la de mi familia. Porque ese dinero no sobraba, era el que nos permitía vivir con cierta estabilidad. Y cada vez que pensaba en enviarle algo, me asaltaba la culpa, como si, al hacerlo, estuviese traicionando de alguna forma las necesidades de los míos. Era esa mezcla de lealtad, responsabilidad, cariño y límites lo que volvía insoportable cada nueva decisión que debía tomar. Y ahora, una vez más, todo volvía a girar en torno a esa pregunta sin respuesta clara: ¿qué debía hacer?


Aquella tarde frente al ordenador, leía sus mensajes, repasaba las fotos, los vídeos, las capturas de pantalla, y me sentía como dentro de un videojuego extraño en el que debía tomar decisiones rápidas, casi sin margen para el error, sabiendo que las consecuencias podían ser reales, graves, irreversibles. Me preguntaba qué hacía yo ahí, en medio de todo aquello. ¿Qué hacía un tipo medio normal como yo —con una vida relativamente tranquila, con una familia y un trabajo— intercambiando mensajes con un joven escondido en algún lugar de Túnez, perseguido por la policía, esperando que un argelino al que llamaba “hermano” le sacara del país por una ruta clandestina a cambio de pasta, como si fuera parte de un guion de película de serie negra? ¿Cómo había llegado a formar parte de una historia así?


Y sin embargo, ahí estaba, tecleando frente a la pantalla, mientras a mi alrededor la vida seguía su curso con indiferente normalidad. El contraste era abrumador. Era como si llevara una doble vida: una, visible y cotidiana; la otra, secreta, tensa, profundamente humana, que me obligaba a mirar el mundo desde un ángulo mucho más crudo. Blanchard había roto, para siempre, esa barrera cómoda que nos separa del sufrimiento ajeno. Y ahora, cada vez que me escribía, el juego volvía a empezar. Solo que no era un juego.


Mis reflexiones se interrumpieron cuando sonó la señal de que un nuevo mensaje entraba en el móvil.


– Hola Manu, ¿cómo estás?

– Bien ¿y tú? - le respondí

– Estoy bien. Estoy escondido. Tengo que llamar a Amza para decirle lo que voy a hacer.

– ¿Y dónde estás exactamente? ¿Me puedes mandar la ubicación?

– Sí ahora mismo.


ree

Al rato llegó un mensaje con su ubicación. Al abrirlo, apareció una imagen aérea de un terreno amarillento, salpicado de manchas verdes repartidas con cierta regularidad. Acerqué el zoom y le escribí:


—Creo que te has confundido de mensaje. Eso que me mandas parece un olivar. No estarás debajo de un olivo, ¿verdad? - le escribí, intentando aligerar el momento con algo de humor.


—Sí. Llevo dos días aquí, aunque no sé si es un lugar muy seguro para mí.


No salía de mi asombro cuando vi el vídeo que me envió después: un plano breve, tembloroso, donde se veía la sombra escasa de un olivo bajo el que había extendido una manta, una botella de agua medio vacía y pequeña bolsa. Su mundo entero reducido a ese rincón entre raíces secas y tierra cuarteada. Y entonces, como si todo el peso de la historia se concentrara en una sola frase, llegó el mensaje que no quería leer, pero que llevaba tiempo esperando:


—Manu, te lo pido por favor, ayúdame a salir de aquí.


(Octubre 2023)







 
 
 

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