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22.- TESTARUDO (EGOSKORRA)

Después de cinco días sin noticias, recibí una llamada desde un número desconocido. Era Blanchard. Me envió varias fotos y un vídeo. Se encontraban escondidos en un túnel en Zéralda, una localidad cercana a Argel. El túnel en el que aparecían en la foto parecía formar parte de una obra inacabada, posiblemente el paso subterráneo de una futura autopista. Era un espacio tosco, de paredes de hormigón desnudo, sin señales de uso, más allá de las huellas que ellos mismos dejaban en el polvo del suelo. Eso fue lo que imaginé al ver las imágenes: un refugio improvisado en medio de una infraestructura aún en construcción, un lugar de paso diseñado para los coches del futuro, pero que en ese momento servía de escondite para quienes buscaban atravesar el país sin ser vistos.


Su voz sonaba agotada. Habían llegado de noche y debían mantenerse ocultos para evitar a la policía. Me contó que habían recorrido parte del trayecto en coche, pero también largas distancias a pie. Me dijo que uno de sus compañeros de viaje tenía un contacto que podía ayudarles en la situación complicada en la que se encontraban. Esa misma noche los acomodarían en un piso, donde esperarían el coche que los llevaría a la frontera con Túnez.


Pensé que había chóferes, pisos francos, teléfonos de personas dispuestas a facilitar el camino a quienes estaban en apuros, pero siempre a cambio de dinero. Nada era gratuito en esa red invisible de rutas migratorias. En medio de la desesperación, cuando ya no hay opciones y cada minuto cuenta, aparecían quienes ofrecían soluciones, pero siempre bajo sus propias condiciones. En un país desconocido, sin recursos y en una situación de vulnerabilidad total, los migrantes quedaban atrapados en un sistema que no les daba otra opción que pagar lo que pidieran, sin garantías, sin certezas, sin saber si el próximo paso los acercaría a su destino o a un callejón sin salida.


Esa noche se alojaron en un piso unas 13 personas. Un contacto les había conseguido ese refugio temporal y les aseguró que al día siguiente llegaría alguien para explicarles el plan de viaje, casi como si fuera el itinerario de una agencia de viajes organizando un crucero por el Caribe. Solo que en este caso, el destino era incierto, el trayecto peligroso y el precio, mucho más que dinero.


No lo entendía. No entendía cómo esas personas que aparecían en las fotos junto a Blanchard podían permitirse pagar a cada intermediario que surgía en el camino, a cada figura que prometía llevarlos un poco más cerca de Europa. Lo que sí comprendía era que estaban completamente a merced de esas personas, de sus exigencias y condiciones. No tenían opción de volver atrás, pero tampoco podían quedarse en Argelia sin exponerse al riesgo de ser descubiertos y detenidos. Estaban atrapados en un limbo, donde el único camino posible era el que otros marcaban… a cambio de dinero.


Dinero, y no poco. Aquellos que prometían llevarlos hasta Sfax, supuestamente con la connivencia de los militares, según me explicaba, exigían 500 euros por el viaje. Argumentaban que, aunque la suma era elevada, era el único modo de cruzar la frontera: había que pagar a la policía y compensar a los chóferes por el riesgo de ser detenidos. No era una negociación, era un peaje impuesto por quienes controlaban el camino, aprovechando la desesperación de quienes no tenían otra opción.


El problema económico volvía a imponerse. Yo ya había decidido no ayudar a Blanchard económicamente, y menos en una huida hacia adelante, en un viaje lleno de peligros y con consecuencias imprevisibles. Aún quedaba algo de dinero de los últimos donativos que hicieron mis allegados cuando él envió aquel vídeo pidiendo ayuda para recuperar su pasaporte, retenido por un chófer en Tamanrasset.


Blanchard estaba atrapado en esa situación, otra vez. Y, otra vez, la decisión recaía sobre mí. El vehículo hacia Túnez salía al día siguiente, y sin dinero quedaría varado en una tierra que no lo quería, expuesto al riesgo de ser detenido y, en el mejor de los casos, deportado a Níger.


Pensé que debía darle el dinero, al fin y al cabo, era suyo, y así se lo hice saber. Ingresé en su cuenta todo lo que quedaba de la recaudación y le informé de ello. Con esa cantidad, la caja se vaciaba por completo, y le dejé claro que, tal como había decidido, no volvería a ayudarle económicamente. No estaba dispuesto. Me parecía injusto que las consecuencias de sus decisiones terminaran siempre convirtiéndose en un dilema ético y económico para mí.


Además, sentía que mi ayuda no lo estaba salvando, sino empujándolo, paso a paso, hacia el borde de un abismo. Un abismo en forma de mar, con un cayuco como única salida, sin certezas de si alcanzaría la costa o si se hundiría en el Mediterráneo para siempre. Y yo no quería ser cómplice de eso.


Esa misma noche decidí poner en marcha una idea que llevaba semanas rondándome la cabeza. Esbribir un libro que narraría nuestra experiencia junto a Blanchard durante el tiempo que estuvo entre nosotros. Ya podía imaginar la portada y el título, como si la obra estuviera tomando forma antes incluso de escribir la primera palabra. Se llamaría: “Un africano entre nosotros”.


Escribir un libro podría ser una forma de conseguir fondos que, en el futuro, podrían ayudar a mi amigo y, al mismo tiempo, me evitaría romper la promesa de no aportar más fondos a una causa incierta. La idea me parecía prometedora, pero había un pequeño problema: era yo quien debía escribir ese libro. Y, aunque tenía la historia en mi cabeza, nunca había escrito nada parecido, salvo un blog que puse en marcha unos años antes. Por otro lado, en el supuesto de que fuese capaz de escribir algo que se pareciese a un libro, no tenía la menor idea de cómo venderlo.


Esa falta de experiencia en la escritura y en el mundo editorial podría haber sido un obstáculo, pero en mi caso, la determinación—o quizás la candidez—fue más fuerte que la duda. No se trataba solo de contar una historia, sino de transformar en palabras una experiencia que nos había marcado, de darle voz a Blanchard y a tantos otros que, como él, enfrentaban un camino lleno de incertidumbre.


Pese a los inconvenientes, la idea me parecía interesante, casi una solución elegante al dilema en el que me encontraba. No pedía un donativo; en realidad, ofrecía algo a cambio. No se trataba de caridad, sino de una transacción en la que la historia de Blanchard podría generar los fondos que quizás un día necesitaría.


Entre mis muchos defectos, uno sobresale especialmente: la testarudez. Y esta vez no iba a ser diferente. No sabía cómo escribir un libro ni cómo venderlo, pero eso no significaba que no fuera a intentarlo.


La testarudez puede ser un defecto cuando nos impide ver alternativas mejores o cuando nos aferramos a una idea errónea por puro orgullo. Hay situaciones en las que insistir demasiado en algo puede llevar a un callejón sin salida, hacernos perder tiempo y energía, o incluso deteriorar relaciones con otras personas.


Sin embargo, esa misma testarudez, bien canalizada, puede convertirse en una gran virtud. La determinación de seguir adelante, incluso cuando las circunstancias son adversas, permite alcanzar objetivos que otros abandonarían. En mi caso, sin ninguna experiencia en la escritura ni en la venta de libros, podría haber descartado la idea de escribir sobre la historia de Blanchard. Pero mi testarudez me empujó a intentarlo, a aprender sobre la marcha y a comprometerme con un proyecto que, además de ayudar a mi amigo, podría dar a conocer una realidad que muchas veces queda en la sombra. Es ese empeño el que hace que un proyecto, que a simple vista parecía imposible, se convierta en algo tangible y con impacto real.


Aprendería sobre la marcha. Me equivocaría, seguro, pero seguiría adelante. No era solo un acto de ayuda, sino también un pequeño reto personal: demostrar que a veces la voluntad puede más que la experiencia. O quizá no era más que el fruto del voluntarismo y la ingenuidad. Pero en cualquier caso, la decisión estaba ya tomada.


(Septiembre 2023)


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ZÉRALDA


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