12.- VIDEO GAME
- manuzubi
- 18 dic 2024
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 20 dic 2024
La pantalla iluminada frente a mí era mi única conexión con Blanchard. Mientras él vivía en carne propia el horror de un secuestro en el norte de Camerún, yo me encontraba aquí, frente al ordenador, intentando encontrar soluciones como si todo fuera parte de un videojuego en modo cooperativo. Pero esta vez no había controles, no podía cargar partida ni reiniciar si algo salía mal.
Desde mi silla, me sentía como un jugador atrapado en un nivel imposible. Cada clic, cada correo enviado, cada decisión era un intento desesperado por desbloquear la siguiente fase: su liberación. Había un peso extraño en esta situación; aunque físicamente yo estaba a salvo, mi mente estaba atrapada en la angustia de su realidad.

El contraste no podía ser más brutal. Él luchaba por su vida, retenido contra su voluntad, mientras yo me debatía con una pantalla que, se sentía tan inútil como un arma descargada. Había momentos en los que la culpa me consumía: ¿Estaba haciendo lo suficiente? ¿Podría haber hecho más? Y otros momentos en los que la frustración se apoderaba de mí, porque al final, mi papel no era más que el de un espectador activo, uno que pulsaba teclas con la esperanza de un milagro. Y más de una vez me preguntaba qué hacía yo envuelto en una situación como esa.
Blanchard era el protagonista, el "jugador 1", enfrentando a los verdaderos enemigos. Yo era el "jugador 2", el soporte en la sombra, intentando guiarlo, abrir puertas y encontrar caminos seguros. Pero no podía evitar sentir que estaba fallando, que no era suficiente. Porque en la vida real, los desafíos no vienen con un manual y los finales felices no están garantizados.
El primer nombre que se puso sobre la mesa en el grupo de whatsapp fue la organización ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados). Valoramos la posibilidad de que alguien con experiencia en la zona pudiera guiarnos, y con ese propósito remitimos una carta a la sede que tiene la asociación en Madrid en la que explicábamos el caso y solicitábamos alguna luz o información práctica sobre la situación.
Respondieron a nuestra carta el mismo día. Nos pidieron más detalles sobre la localización exacta de Blanchard, si había intentado contactar con ellos anteriormente o si había tenido alguna comunicación más directa con nosotros. Nos informaron de que el personal de ACNUR no podía intervenir directamente, ya que no era su competencia, y todo indicaba que el asunto debía ser tratado por las autoridades locales, lo que nos enfrentaba nuevamente al dilema de lidiar con una situación que, según nos dijeron, debía ser manejada por la policía o el ejército de Gabón. La rápida respuesta de ACNUR, solo confirmaba lo que ya temíamos: estábamos enfrentando algo que sobrepasaba nuestra capacidad de intervención.
La idea de escribir al Ministerio de Asuntos Exteriores de Gabón parecía un desvarío, pero a veces las circunstancias nos llevan a hacer cosas que, en un primer momento, nos parecen surrealistas. La sensación de estar atrapado en un absurdo era palpable, y más cuando me ponía a reflexionar sobre lo que estaba haciendo. Sin embargo, la urgencia de la situación y la necesidad de explorar todas las posibles vías de ayuda me llevaron a redactar la carta.
Lo que me parecía un paso absurdo se transformó en una necesidad, aunque cada palabra escrita me resultaba más ajena a lo que pensaba que era posible. La carta no solo representaba un intento de ayudar a Blanchard, sino que también reflejaba la desesperación por encontrar algún tipo de apoyo oficial, cualquier cosa que pudiera aliviar la angustia de no saber qué más hacer. La comunicación con el Ministerio de Asuntos Exteriores de Gabón era un último intento, casi irracional, por obtener un salvavidas en medio del caos, sabiendo que la situación ya de por sí estaba al borde de lo inimaginable.
En la carta que envié al ministerio, me presenté como Manu, aportando mis datos de identificación. Les hice saber que era amigo de Blanchard, un ciudadano gabonés, quien me había informado recientemente que había sido arrestado por Boko Haram en la frontera entre Camerún y Nigeria y que se encontraba bajo amenaza de represalias en el caso de que no entregase una cantidad de dinero. Informé que habíamos contactado con ACNUR, ya que tienen programas para ayudar a las personas desplazadas por Boko Haram en Nigeria. En la carta, solicité al Ministerio de Asuntos Exteriores de Gabón que estuvieran al tanto de la situación de Blanchard y consideraran la posibilidad de ayudarlo, expresando mi preocupación por su vida. Ofrecí toda la información que pudiera ser útil y agradecí su atención.
Probablemente la persona del Ministerio que recibió mi correo aún se esté riendo, y es que, si lo pienso bien, no creo que se tomaran en serio mi carta. Aún no he recibido respuesta, así que supongo que están ocupados considerando si enviar un batallón de rescate o simplemente seguir riéndose de mi comunicación.
Claro, probablemente fue una ocurrencia algo disparatada, pero estaba cargada de la mejor intención. En ese momento, cualquier posibilidad de ayuda me parecía válida, incluso si significaba recurrir al Presidente de Gabón. A veces, la desesperación te lleva a hacer cosas un tanto disparatadas, pero siempre con la esperanza de que algo, por mínimo que sea, pueda cambiar.
Entonces me detuve a analizar lo que realmente estaba sucediendo. Era un secuestro en toda regla: una persona retenida contra su voluntad y unos captores que exigían algo a cambio de su liberación. Lo planteé de forma sencilla, casi doméstica, para intentar darle un enfoque lógico. Si cuando un grifo gotea llamo a un fontanero, ¿a quién debía acudir en un caso como este? La respuesta parecía obvia: a la policía. Quizá ellos podrían darnos alguna pista, alguna orientación que marcara la diferencia en una situación límite.
Era consciente de que estábamos lidiando con un caso complejo: un secuestro en otro país, con un grupo armado y sin rostro claro, pero me aferraba a la idea de que el mecanismo de la extorsión era universal. Pensaba que alguien con experiencia, debía conocer las claves para enfrentarlo.
Llamé a un ertzaina que conozco desde hace tiempo y le expliqué la situación con el mayor detalle posible. Él estaba ya al tanto de la historia de Blanchard, lo habíamos hablado en alguna ocasión en la época en la que estuvo con nosotros en Donostia. Esta circunstancia facilitó mucho el ponerle en antecedentes. Sin embargo, su reacción inicial fue de escepticismo. Puso en duda que Boko Haram estuviera realmente detrás del acto, dado lo inusual que resultaba para esa zona específica y el aspecto de los hombres armados que aparecían en la foto que le envié.
Además, me señaló un punto preocupante: la comunicación directa con el afectado podría ser utilizada por los secuestradores como prueba de que yo era una fuente de ingresos, lo que podría empeorar la situación.
Pero, Ander, así se llamaba mi amigo, me planteó también algunas dudas, piezas de un puzle que, según él, no terminaban de encajar del todo. Señaló que había aspectos en la situación que resultaban extraños: el hecho de que Blanchard pudiera comunicarse con relativa frecuencia, la rapidez con la que los mensajes eran enviados y borrados, y la propia naturaleza del secuestro en esa región, que no encajaba del todo con el modus operandi habitual de grupos como Boko Haram.
Su experiencia le hacía cuestionar la veracidad completa de la información o, al menos, sugerir que no todo era tal y como nos lo estaban contando. Estas dudas no solo abrían nuevas incógnitas, sino que también reforzaban la sensación de que estábamos navegando en aguas profundamente desconocidas, intentando armar un rompecabezas con piezas que no sabíamos si pertenecían al mismo juego.
Nuestra conversación fue extensa y giró en torno a las complicaciones de manejar un caso así. La distancia, la falta de contacto directo con los captores y lo poco identificable que era el grupo dificultaban cualquier intento de intervención o estrategia. Su experiencia profesional aportó claridad a la incertidumbre, pero también confirmó lo sombrío y complejo de este tipo de situaciones. Además, mi amigo me planteó algunas dudas que, hasta ese momento, no habían cruzado por mi mente. Sus preguntas abrieron un abanico de posibilidades que yo no había considerado, detalles que podían ser clave pero que en mi angustia había pasado por alto. Sus observaciones me obligaron a replantearme todo lo que creía entender de la situación y a reconocer que, por más que intentara actuar, estaba muy lejos de comprenderlo todo.
Ander me comentó que conocía a una persona responsable de una ONG que desarrollaba su labor en África. Pensaba que su opinión podría ser interesante. Al final de nuestra conversación, me pidió que elaborara un pequeño informe en el que resumiera todo lo que sabíamos hasta el momento y aportara el mayor número de datos posibles: nombres, fechas, lugares y cualquier detalle relevante que pudiera ayudar a clarificar la situación. Sin dudarlo, me puse a ello. Recopilé mensajes, repasé cada palabra escrita, revisé las fotos que tenía y ordené la información de manera que resultara lo más clara y comprensible posible.
Una vez terminado, le envié el informe y, con ello, la sensación de estar haciendo algo más tangible me trajo algo de alivio, aunque fuera momentáneo. A partir de ese momento, no me quedaba más que esperar acontecimientos y confiar en que, con su contacto, pudiéramos obtener alguna pista que nos ayudara a entender mejor cómo proceder en medio de tanta incertidumbre.
Mientras esperaba novedades de la ONG que Ander había mencionado, sentí cómo la incomunicación empezaba a pesarme. La decisión de bloquear el número de Blanchard, aunque necesaria en su momento, me parecía ahora una losa difícil de llevar. Habían pasado dos días sin noticias de él. El corazón me susurraba que debía contactarlo, saber cómo estaba, aunque fuera con un simple mensaje. Pero la razón, implacable, me recordaba que cualquier movimiento en falso podría agravar la situación.
Fue entonces cuando una idea comenzó a tomar forma en mi mente. ¿Y si compraba una tarjeta prepago para intentar contactar con él? Podría llamar desde un número desconocido, desvinculado de mi identidad. O quizá, incluso, presentarme como si fuese de un ayuntamiento, una ONG, o alguna institución oficial, algo que no levantase sospechas y no delatara una relación personal, ni mucho menos un posible vínculo financiero.
Empecé a imaginar el escenario. Si contestaba él, le preguntaría en castellano si podía hablar. En caso afirmativo podría conocer su situación Si no podía responder o la situación era tensa, al menos tendría algún indicio de su estado. Era una estrategia que podía ofrecer respuestas, pero también implicaba riesgos. Mientras analizaba los pros y los contras, me aferré a esta pequeña idea como una posibilidad real de desatascar la situación.
Al día siguiente recibí la llamada de Ander. Su voz denotaba que había avanzado en algo: me informó que había contactado con Estixu, la responsable de la ONG, y le había enviado el dossier que le remití. Ella, con rapidez, había trasladado la documentación a una persona que colaboraba con ellos en la región. Se trataba de un salesiano que, según me explicó, había trabajado durante muchos años en Nigeria aunque en ese momento, se encontraba en Sierra Leona.
Ander, añadió algo más: Estitxu había hablado ya con el salesiano, y me sugirió que le llamara directamente para obtener más detalles. En medio de la incertidumbre, esas palabras trajeron un atisbo de esperanza. Por primera vez, sentía que alguien con conocimiento de la zona y sus dinámicas podría aportar algo más que teorías. Al colgar, ya tenía clara mi siguiente acción: establecer contacto con la la responsable de la ONG y averiguar lo que aquel salesiano había podido compartir.
Estitxu, me atendió con una gran amabilidad que aliviaba en parte la tensión que llevaba encima. Me explicó quién era el salesiano con el que habían contactado y en qué consistía su colaboración con ellos. Según me dijo, se trataba de una persona con una vasta experiencia en la región, alguien que había pasado muchos años trabajando en África y que conocía bien la cultura, las dinámicas sociales y la manera de actuar de las comunidades locales. Su conocimiento no solo se basaba en lo que había aprendido en libros o informes, sino en una convivencia directa, en el día a día, entendiendo desde dentro cómo funcionaban las personas y los grupos en esa parte del continente. Durante nuestra conversación, noté que había leído con detenimiento el dosier que le envié a través de Ander. Sin embargo, su tono, cargado de cierto pesar, me dejó helado cuando compartió las conclusiones del salesiano: afirmaba categóricamente que no el grupo Boko Haram no podía ser el responsable de la acción y sugería que todo podría tratarse de un engaño para conseguir dinero, ya que era una práctica habitual en muchas zonas de África.
¿Un engaño? ¿Era todo mentira? ¿Un truco de Blanchard para conseguir dinero y continuar su camino? La idea me golpeó como un mazazo. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo. En mi cabeza, Blanchard seguía siendo aquel amigo que había enfrentado lo peor de la vida con una entereza admirable. Sin embargo, la duda empezaba a hacerse hueco, tan invasiva como incómoda.
Conversamos durante unos minutos más. Estitxu me explicó que el salesiano había pedido algo muy concreto: si lograba contactar con Blanchard, debía decirle que lo llamara directamente y para ello me ofreció su número de teléfono personal. Él mismo valoraría la situación y, aquello sería "la prueba del algodón". Si Blanchard no lo hacía, el salesiano consideraba que probablemente se trataba de un montaje.
Cuando la conversación llegó a su fin, le agradecí profundamente su interés y su ayuda. Pero colgué con la mente enredada en un torbellino de pensamientos. No podía dejar de repetir esa posibilidad en mi cabeza: ¿Y si todo era un engaño?. La nueva situación era tan desconcertante como dolorosa.
(Julio de 2023)



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