top of page
Buscar

15.- AMBAZONIA

Actualizado: 18 ene

Era 24 de julio por la mañana y seguía en Bamenda. Un día antes pude liberarme de los soldados tras pagar 300.000 FCFA. Aún había dinero en mi cuenta y lo necesitaba para mi viaje hacia Gabón. Fui a un cajero, conseguí el dinero y me dirigí de nuevo a la estación de autobuses para comprar un billete hasta Yaundé.


Mientras esperaba en la estación, recibí una llamada del médico que atendía a los soldados y me preguntaba si me habían liberado. Le dije que sí y le agradecí su interés. Una semana más tarde me envió un mensaje diciéndome que los soldados que me retuvieron habían muerto en un tiroteo con los militares.

ree

En la estación reflexionaba sobre todo lo que me había pasado. Me parecía que aún estaba allí, secuestrado, con ellos y esta sensación duró semanas especialmente cada vez que cerraba los ojos. Me preguntaba por qué Dios había permitido que viviera una situación así. Me cuestionaba seriamente si Él existía. Sufrí demasiado, moralmente, por todos lados. Me sentí abandonado por mi entorno, por Dios y por mí mismo. No eran buenos recuerdos, pero, poco a poco, logré superarlo y aprendí a vivir con ello, guardándolos en un rincón de mi mente.


Supe que los soldados no eran de Boko Haram sino que eran ambazonianos. En el noroeste de Camerún, un territorio llamado Ambazonia, existe un conflicto armado desde hace unos años. Parece ser que esta zona perteneció al Reino Unido y por eso la mayoría habla inglés, mientras que en el resto del país se habla francés. Muchos habitantes de la zona se sienten marginados y aunque comenzaron con protestas pacíficas, la represión y la falta de diálogo provocó que apareciesen grupos armados separatistas como los que me habían tenido retenido.


Llovía mucho en la ciudad. Por fin llego el autobús que me sacó de aquel lugar y me sentí aliviado. El viaje hasta Yaundé se me hizo largo. Nada más llegar tomé otro autobús que me llevó hasta Amban, muy cerca de la frontera con Gabón.



Me desperté al día siguiente con una sensación agradable que hacía tiempo no experimentaba. Mi amigo había sido liberado, y por primera vez en días, sentí que podía respirar con tranquilidad. Sin embargo, sabía que aún quedaban cosas por hacer. Era el momento de expresar mi gratitud a todas las personas que, de una forma u otra, habían intervenido en esta situación tan complicada.


Lo primero que hice fue escribir un correo electrónico a la persona de ACNUR que me atendió unos días antes. Le informé de la liberación de Blanchard, agradeciéndole su colaboración desinteresada. Les mencioné lo mucho que valoraba la labor que llevan a cabo en todo el mundo prestando ayuda a los refugiados y desplazados. Era un pequeño gesto, pero sentía que debía reconocer su esfuerzo y compromiso.


Después, hablé con Estitxu y Ander. Les hice saber lo importante que había sido su apoyo para mí. En esos días oscuros, su presencia y colaboración me habían hecho sentir acompañado frente a una situación que a menudo parecía inabarcable. Les agradecí profundamente no solo su ayuda práctica, sino también su empatía y disposición a estar ahí cuando más lo necesitaba.


Finalmente hablé con Jorge, una persona que dejó en mí una profunda impresión por su actitud ante todo lo ocurrido. Su seguridad, su disposición para ofrecer ayuda ante un problema que no le tocaba de cerca y su empatía en medio de una situación tan complicada me conmovieron profundamente. Jorge no solo aportó su perspectiva y sus recursos, sino que lo hizo con una serenidad y una entrega que resultaban reconfortantes. En momentos de incertidumbre, contar con alguien así marcó una gran diferencia. Le agradecí sinceramente su apoyo, consciente de que su ayuda había sido crucial, aunque él, con modestia, lo considerase un gesto menor.


Su respuesta, que no voy a reproducir aquí, me conmovió profundamente y aún la recuerdo con gran agrado. Fueron palabras que, por su sinceridad y humanidad, se grabaron en mi memoria para siempre. Hay momentos en la vida que te recuerdan el valor de la bondad desinteresada, y aquel fue uno de ellos. Su reacción me mostró que, incluso en las situaciones más difíciles, siempre hay personas que iluminan el camino con su empatía y generosidad. Personas como él son un recordatorio de que, a pesar de todo, el mundo puede ser un lugar mejor gracias a quienes no dudan en tender una mano y hacer suya la causa de otro, sin esperar nada a cambio.


En el grupo se respiraba una mezcla de alivio y satisfacción. La liberación de Blanchard era un triunfo compartido, un pequeño rayo de esperanza en medio de tantas incertidumbres. Sin embargo, también se intuía cierto temor, una inquietud que se mantenía en el aire. Todos éramos conscientes de que la situación aún podía torcerse, de que Blanchard volviese a tomar una decisión que le pusiese en problemas . Era un alivio, sí, pero también un recordatorio de que la historia no había terminado.


Después de los agradecimientos, reflexioné profundamente sobre lo ocurrido y mi posición en toda esta historia. Yo tenía mi vida, mi familia, y en un momento determinado decidimos ayudar a Blanchard porque estaba en dificultades cuando le conocimos en Donostia. Pero todo lo ocurrido desde que salió hacia Dinamarca era ya otra cosa. Me había convertido en el recurso al que acudía para resolver los problemas en los que se veía envuelto por decisión propia, desoyendo muchas de las recomendaciones que yo le ofrecía.


Sin embargo, tras los años que vivió entre nosotros, se creó un vínculo difícil de romper en esta situación. Para mí, no era nada fácil resolver esta ecuación. Personas que conocían la historia me aconsejaban que dejase de prestarle ayuda, alegando que Blanchard era ya una persona adulta y, por tanto, debía asumir las consecuencias de sus actos. Y, en cierto modo, yo también lo veía así. No podía seguir siendo el apoyo económico de alguien obsesionado con abandonar su país y regresar a Europa.


A pesar de ello, Blanchard no era un desconocido, sino alguien que había sido parte de nuestra familia. Sentía que, en momentos de verdadera dificultad, tenía la responsabilidad de ayudarlo, como lo haría con cualquier amigo que me lo pidiese. Este dilema entre el deber moral y la necesidad de establecer límites seguía siendo un desafío que no lograba resolver del todo.


Pensé que había llegado el momento de hablar con claridad, de afrontar juntos una conversación en la que no quedaran temas pendientes ni palabras sin decir. La situación había llegado a un punto insostenible, y aunque me doliera admitirlo, estaba convencido de que nuestra relación no podía seguir basada en esta dinámica en la que él pedía ayuda cada vez que enfrentaba una crisis y yo asumía la responsabilidad de encontrar una solución.


Por un lado, sentía que al intervenir constantemente en sus problemas le estaba privando de asumir las consecuencias de sus decisiones, de encontrar soluciones por su cuenta y, en última instancia, de ganar independencia. Era como cuando se crían hijos: protegerlos en exceso y resolver todos sus problemas les impide desarrollar las herramientas necesarias para enfrentar la vida por sí mismos. De igual manera, al estar siempre disponible para rescatarle de las situaciones complicadas, sin permitirle experimentar plenamente las repercusiones de sus acciones, corría el riesgo de convertir nuestra relación en una dependencia que no beneficiaba a ninguno de los dos. Por otro, yo cargaba con una presión emocional y económica que iba más allá de lo que podía sostener a largo plazo, y esto empezaba a afectar mi vida personal y familiar.


Era necesario establecer límites, hacerle entender que mi apoyo no era incondicional ni infinito, y que no podía continuar resolviendo unilateralmente situaciones que, muchas veces, él mismo generaba sin considerar los riesgos ni las recomendaciones que yo le daba. Pero también sabía que no sería una conversación fácil. Había un vínculo afectivo construido durante años, sin embargo, ayudar no podía significar anularme en el proceso ni perpetuar una relación desequilibrada.


Le escribí varios mensajes a Blanchard en los que traté de plasmar todo lo que había estado reflexionando durante esos días. Le recordé lo mucho que lo apreciábamos, que había sido parte de nuestra familia y que habíamos compartido años de convivencia que nos habían unido de una forma muy especial. Le hice saber que nos habíamos preocupado enormemente por él desde que dejó nuestra casa, que habíamos sufrido con cada uno de los problemas en los que se había visto envuelto, y que, a pesar de todo, siempre habíamos querido lo mejor para él.


Sin embargo, también sentía la necesidad de hablar con franqueza. Le expliqué que, desde mi perspectiva, muchas de las decisiones que había tomado en los últimos años habían estado marcadas por la confianza en que siempre tendría nuestro apoyo, ya fuera moral o económico. Le recordé todas las veces que habíamos intervenido: cuando decidió marcharse a Dinamarca, cuando fue detenido en Noruega, cuando lo repatriaron a Gabón, cuando intentó ir a Marruecos y nuevamente fue devuelto. Cada paso había traído consigo una nueva solicitud de ayuda, y siempre habíamos estado allí para él.


Le señalé que, aunque habíamos estado dispuestos a ayudarlo por el cariño que le teníamos, también sentía que, de alguna manera, se había aprovechado de esa relación. Le dije que tenía la impresión de que había tomado decisiones que quizá no hubiese tomado si no contase con la certeza de que siempre lo respaldaríamos.


Finalmente, fui claro: no podía seguir siendo su recurso económico. Le expresé con rotundidad que, si quería que nuestra relación continuara, debía aceptar que no podía seguir pidiéndome dinero. Le ofrecí mi apoyo en forma de conversación, consejos y opiniones, pero no más ayuda económica. También le expliqué que cada euro que le había dado era un sacrificio que afectaba directamente a mi familia.


A pesar de la dureza de mis palabras, traté de transmitirle que mi decisión no implicaba que dejara de importarme, sino que creía en su capacidad para salir adelante por sí mismo. Sabía que era un hombre adulto, con habilidades y fuerza suficientes para superar cualquier desafío, siempre y cuando tomara decisiones con más prudencia que en el pasado. Aunque fue difícil escribir esos mensajes, sentí que eran necesarios para que nuestra relación pudiera evolucionar hacia algo más sano para ambos.


- OK Manu. Lo he entendido bien. Soy una persona libre y me corresponde a mí manejar mi vida.

- Exactamente - le respondí satisfecho al ver que había entendido el mensaje.


Insistí para que no quedase ninguna duda:


- Si me pides dinero, cumpliré mi promesa. Me daría mucha pena pero perderías un amigo.

- Sí, entiendo que estés al límite. No te pediré más dinero. Y debes saber que me has salvado-respondió rápidamente.


Al día siguiente, Blanchard me informó que estaba en la frontera entre Camerún y Gabón, pero que en esos momentos permanecía cerrada. En los días siguientes intercambiamos mensajes de manera intermitente. Me dijo que seguía en el mismo lugar porque no había encontrado un vehículo que le permitiese cruzar hacia Gabón. Al tercer día, mencionó que aún permanecía en el mismo punto, a la espera de la respuesta de Martin, su amigo en Gabón, quien debía informarle sobre la situación de su familia.


A partir de ahí, sus mensajes se volvieron más breves y menos claros. Me comentó que estaba vendiendo ropa en la frontera y que había encontrado una forma de mantenerse ocupado. También me habló de la posibilidad de dedicarse al cultivo de tomate y banana, asegurándome que, si las cosas no cambiaban, podría salir adelante en ese lugar. Sus palabras transmitían una mezcla de resignación y esperanza, aunque no podía evitar percibir en el fondo cierta incertidumbre sobre su futuro.


Me decía que debía concentrarse en el futuro, que esta vez no podía fallar. Sus palabras buscaban proyectar determinación, pero pronto empecé a notar grietas en su discurso. Lo que me contaba en sus mensajes carecía de coherencia y me transmitía una sensación de que intentaba ocultar algo. ¿Ropa? ¿Bananas? ¿Tomates? Todo sonaba extraño, casi irreal.


Sus explicaciones eran vagas y parecían diseñadas para esquivar preguntas más concretas. La idea de que estuviera vendiendo ropa en una frontera remota, o de que planease dedicarse al cultivo de tomates y bananas, se sentía desconectada de su situación previa y de las circunstancias en las que se encontraba. Había algo que no encajaba, algo que se ocultaba entre líneas, y no podía evitar pensar que Blanchard se estaba enfrentando a un dilema mayor del que estaba dispuesto a admitir.


El 30 de julio, a las 8:30 de la mañana, mi teléfono vibró con una notificación. Al desbloquearlo, me encontré con una llamada perdida de Blanchard y un aviso de actividad en el chat. Instintivamente, abrí su mensaje, y allí estaba: breve, directo, sin espacio para interpretaciones.


"Manu, salgo hacia Italia mañana".



 
 
 

Comentarios


bottom of page