top of page
Buscar

20.- LA ARENA DEL DESIERTO

Actualizado: 19 feb

Cuando decidí cerrar el blog, sentí un alivio inmediato, como si al fin soltara un lastre que nunca debí haber cargado. Comprendí que ofrecerle ese espacio a Blanchard había sido un error, y saber que, a partir de ese momento, ya no involucraría a más gente a este problema me hizo pensar que, al menos en lo que concernía a mis amigos y familiares, podría estar un poco más tranquilo.


Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que aquello solo era la mitad del problema. Durante meses, el grupo de WhatsApp había sido un apoyo constante. Allí habíamos compartido información, buscado soluciones y debatido qué hacer en cada momento. Pero con el tiempo, me di cuenta de que, aunque hablábamos el mismo idioma, a veces no hablábamos de lo mismo.


Cada uno había vivido esta historia de manera diferente, y eso influía en la forma en que interpretábamos la situación. Cada uno de nosotros había tenido una experiencia distinta con Blanchard mientras permaneció entre nosotros. No todos sentíamos lo mismo, ni veíamos las cosas de la misma manera. Fue entonces cuando comprendí que ya no era el momento de debatir ni de filosofar. No tenía sentido seguir analizando la situación una y otra vez.


Durante un tiempo, nos habíamos mantenido en una postura intermedia: recibíamos sus llamadas, veíamos sus fotos y vídeos, pero evitábamos comprometernos económicamente. Sin embargo, esa posición se había vuelto insostenible para mí. Me pesaba demasiado estar en medio de todo, sin poder cambiar realmente las cosas. Y fue entonces cuando comprendí que lo que más dolía era precisamente eso: la ambigüedad, el estar a medias, sin definir un rumbo claro. Había llegado el momento de ser prácticos.


Fue entonces cuando decidí desactivar el grupo. Intuí que a partir de entonces la toma de decisiones se simplificaría enormemente. Ya no habría que debatir ni buscar consensos entre diferentes opiniones; todo dependería de una sola persona. Cualquier dilema que surgiera tendría una resolución inmediata, sin discusiones ni incertidumbres, porque la mayoría absoluta estaba garantizada de antemano.


Y, además, me pareció injusto seguir cargando a los demás con lo que estaba por venir. Sabía que Blanchard continuaría su camino, que surgirían nuevos problemas, nuevas peticiones, nuevas urgencias, y que, al final, todos acabaríamos en la misma encrucijada de siempre: ayudar o dar un paso atrás.


Pensé que lo más sensato era descargar a todos de esa responsabilidad y asumir yo solo las decisiones que vinieran. Si debía seguir en contacto con Blanchard, lo haría por mi cuenta. Si había que tomar alguna decisión, la tomaría yo. No quería seguir arrastrando a los demás en una historia que parecía no tener fin.


Comuniqué mi decisión a los miembros del grupo. Para muchos fue una sorpresa. Algunos no comprendían del todo el nuevo escenario y creían que lo mejor era seguir juntos en este camino. Otros, en cambio, apoyaron de algún modo mi elección, entendiendo que la situación se había vuelto poco práctica, que las opiniones comenzaban a divergir y que llegar a consensos sería cada vez más difícil. Al final, aunque con diferentes opiniones, todos aceptaron y respetaron la decisión.


Y mientras nosotros filosofábamos sobre la utilidad del grupo y la conveniencia o no de desactivarlo, Blanchard seguía adelante con su camino, ajeno a nuestras dudas y reflexiones. Logró pagar al chófer en Tamanrasset gracias al dinero recaudado con su último vídeo, en el que pedía ayuda desesperadamente. Con ese pago, pudo recuperar su pasaporte y continuar su camino.


Fui yo quien transfirió el dinero a su cuenta para que pudiera retirarlo con su tarjeta. Sin embargo, decidí ingresar justo lo necesario porque sabía que en cualquier momento volvería a necesitarlo. Prefería administrar el dinero, entregándolo solo cuando fuera estrictamente necesario.

Blanchard seguía en Tamanrasset cuando me escribió para contarme sus planes. Tenía intención de salir hacia el norte al día siguiente, pero una tormenta de arena había obligado a retrasar el viaje un par de días.


Él y otros migrantes debían abandonar la ciudad a pie, evitando las carreteras y adentrándose en el desierto para no ser descubiertos por la policía. Después de tres días de marcha, un coche los recogería en un punto acordado para llevarlos hasta Argel.


ree

Esa mañana recibí dos vídeos desde un teléfono desconocido con prefijo de Camerún. En el primero de ellos, Blanchard aparecía en medio del desierto, rodeado por un grupo de unas veinte personas. La arena dorada se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y aunque el sol castigaba con dureza, todos parecían estar en un descanso. Blanchard, animado, hablaba directamente a la cámara con una mezcla de entusiasmo y determinación.


"Aquí no hay bromas", decía con una sonrisa tensa. Luego explicaba que, después de cruzar el desierto, vendría el mar. "Vamos a atravesar el Mediterráneo, y eso es seguro, seguro", repetía con convicción. Con la certeza de quien ya ha tomado una decisión inamovible, afirmaba que en dos semanas estaría de vuelta en Europa.


Se despidió a modo de un intrépido reportero con un despreocupado "Buenas tardes a todos", como si su viaje no estuviera plagado de incertidumbre y peligro.


En el segundo vídeo, la imagen había cambiado por completo. Ya no estaba animado ni hablaba con la misma seguridad. Caminaba por el desierto al atardecer, su rostro reflejaba el agotamiento y, cuando la cámara enfocaba hacia adelante, se veía un grupo disperso de personas avanzando hacia un horizonte difuso, sin forma ni destino claro.


ree

Decía que eran unas trescientas personas caminando en la misma dirección. Su voz sonaba débil mientras confesaba que se sentía sin fuerzas, que no podía seguir el ritmo de los demás. Mencionaba a los que lo acompañaban en esa travesía: personas de Malí, Senegal, Níger, Nigeria, Camerún... Todos marchaban con la misma incertidumbre y con un ritmo cansino.


Levantó una botella de agua vacía y contaba que llevaba varios días sin comer. Luego giró la cámara para mostrar a otro viajero, su "amigo de camino", un camerunés que apenas tuvo ánimo para alzar los dedos en una tímida V de victoria.


No sabía cuántos kilómetros quedaban por delante, pero decía que seguirían caminando de noche, evitando, de esa manera, el encuentro con la policía argelina.


Tras ver los vídeos del desierto, sentí que no podía quedarme de brazos cruzados. La imagen de Blanchard, agotado y sin fuerzas, rodeado de cientos de personas avanzando hacia un horizonte incierto, me hizo comprender la gravedad de su situación. No era solo otro episodio de su viaje; esta vez, realmente estaba en peligro. Pensé que no podía ignorar lo que estaba viendo. Su situación me pareció demasiado comprometida como para no hacer nada. Ahora, con el grupo desactivado, podía tomar decisiones por mi cuenta, sin necesidad de dar explicaciones y, sobre todo, sin arrastrar a nadie más a las consecuencias de esas acciones. Y es que, sentía que el problema de Blanchard era mío, recordaba que fui yo quien decidió ayudarle aquel día en Donostia, quien asumió su historia como propia y quien, desde entonces, no había dejado de acompañarle.


(Septiembre 2023)

 
 
 

Comentarios


bottom of page