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3. LA FRONTERA DE LA TRAICIÓN

Actualizado: 31 ene

-Hola, ¿que tal estás? ¿Bien? Ayer estaba cansado y además como estaba estaba lloviendo, me he tumbado y he dormido hasta esta mañana. Pero estoy bien, si, estoy bien. Lo único que no está bien es que ayer tuve un sueño - me decía en un audio entre risas a las 11 de la mañana de un viernes. Blanchard tiene una habilidad asombrosa para dormir, tanto que, incluso las marmotas podrían sentirse ofendidas al verlo en acción. No importaba la hora ni el lugar: él se acomodaba, cerraba los ojos y entraba en un sueño profundo como si no existiera el mundo a su alrededor. Era un talento digno de estudio… o de envidia, dependiendo del día.


- Si has dormido 12 horas habrás tenido 20 sueños. Desde luego has tenido tiempo - le escribí para provocar.


- Sí pero sólo me acuerdo de uno. He soñado que la policía me perseguía y yo corría y corría y al final no conseguían atraparme.- me decía en un audio entre risas.


-¿Un sueño? Claro, por eso conseguías escapar. Si no fuese un sueño te te pillan seguro. - le dije con cierta rabia.

Me envió carcajadas en forma de emoticonos y a continuación escribió:


- No, eso no va a ocurrir. Estoy tranquilo.


Quizá él estuviese tranquilo pero el relato de su sueño me transportó de nuevo a la realidad. Volví a ser consciente de que la policía podía detenerle en cualquier momento. Cualquier movimiento extraño podría costarle, cuando menos, la detención. Pensé que quizá debía haberle disuadido de realizar ese viaje, quizá debí insistir para que se quedase entre nosotros, pero ya era demasiado tarde.


Blanchard me contó en más de una ocasión cómo la policía aparecía de vez en cuando en el lugar donde trabajaba. Cuando eso pasaba, su reacción era siempre la misma: esconderse. No importaba si tenía algo que temer o no; el simple hecho de ver a los agentes le bastaba para buscar un rincón seguro donde desaparecer de su vista.

A menudo me enviaba fotos de los contenedores que gestionaba, llenos con objetos de todo tipo: desde piezas metálicas hasta componentes electrónicos que parecían más útiles como chatarra que como tecnología.


En una ocasión, me habló de su jefe, Jean, y del comportamiento extraño que había notado en él. Según me dijo, Jean se movía de manera extraña y observó que le temblaban las manos. Blanchard sospechaba que las drogas tenían algo que ver, y aunque nunca lo confirmó del todo, aquella idea parecía preocuparle. Quizás por eso, o por alguna otra razón que nunca quiso explicarme, siempre mantenía cierta distancia con su jefe, aunque no tenía más remedio que seguir trabajando con él. La situación, por momentos, parecía un campo minado: llena de incertidumbres y peligros invisibles que podían estallar en cualquier momento.


Policía, contenedores, drogas... Todo aquello sonaba cada vez más peligroso. Le dije con firmeza que dejara ese trabajo, que no valía la pena seguir en algo que podía meterlo en un problema serio. No era la primera vez que hablábamos de esto, pero la situación parecía ir empeorando con cada historia que me contaba.


Por suerte, unos días antes me había enviado un vídeo que me hizo albergar cierta esperanza. Aparecía frente a un circuito eléctrico, trabajando en lo que parecía ser un nuevo empleo como electricista. Me explicó que era algo reciente, un trabajo que, según él, pintaba bien y que, además, le interesaba. Aproveché la oportunidad para insistirle: "Deja los contenedores. Dedícate a esto, que parece mucho más seguro".


Intentaba animarlo, hacerle ver que este nuevo camino era no solo menos arriesgado, sino también más digno, más cercano a construir algo estable. No sé si mis palabras le calaron en ese momento, pero yo me aferraba a la idea de que pudiera dejar atrás aquel ambiente turbio de los contenedores, la policía rondando y las sospechas de drogas. Confiaba en que, poco a poco, pudiera elegir un camino más claro, aunque sabía que no sería tan sencillo como deseaba.


Era jueves, 14 de septiembre, cuando me llamó con una noticia que, al instante, me hizo soltar un suspiro de alivio: "El lunes dejo el trabajo de los contenedores", me dijo. Fue como si me quitaran un peso de encima. Llevaba tiempo preocupado, convencido de que aquel trabajo no solo era poco fiable, sino que además podía meterlo en problemas serios, especialmente teniendo en cuenta su situación irregular.


No pude evitar sentir un atisbo de esperanza, como si este pequeño paso marcara el inicio de algo mejor, de un futuro más seguro para él. Aunque sabía que no sería fácil encontrar algo estable, el simple hecho de que estuviera dispuesto a alejarse de aquel entorno me daba cierta tranquilidad. Ese lunes parecía una fecha clave, un punto de inflexión en el que quizá, solo quizá, Blanchard podría dejar atrás un capítulo lleno de riesgos y sombras.

Blanchard también parecía intranquilo con su situación. En sus audios y mensajes se adivinaba una mezcla de dudas y arrepentimiento, como si no estuviera del todo seguro de haber tomado la decisión correcta al abandonar Donostia.


Blanchard siempre intentaba mostrarme una imagen de calma, como si todo estuviera bajo control. Su tono en los audios era firme, sus mensajes a menudo cargados de optimismo, y nunca dejaba de decir que estaba bien, que no me preocupara. Sin embargo, había pequeños detalles que delataban otra realidad. A veces se quedaba callado un segundo más de lo normal antes de responder, o desviaba la conversación cuando le preguntaba algo más directo.


También estaban esos comentarios sueltos, como quien deja caer sin querer algo importante: "Hoy me costó un poco más el trabajo, pero todo bien", o "No es fácil aquí, pero ya sabes, seguimos adelante". Eran frases que, aunque buscaban tranquilizar, me hacían sospechar que las cosas no iban tan bien como decía. Había una especie de resistencia en él, un empeño en no mostrar debilidad, como si admitir su malestar fuera un lujo que no podía permitirse. Ese contraste entre lo que decía y lo que dejaba entrever era lo que más me preocupaba.


Parecía debatirse entre seguir adelante y mirar atrás, añorando lo que había dejado. Tal vez se sentía atrapado entre lo que había imaginado y lo que realmente estaba viviendo, dudando de si su esfuerzo por buscar algo mejor no lo estaba alejando de aquello que le daba estabilidad y calor. Al menos, esa era la impresión que me daban sus mensajes.


Me encontraba en un momento de confusión, ya no me podía controlar. En Dinamarca me sentía sin la protección que tenía en Donostia, era como una oveja perdida lejos de su rebaño. Fue entonces cuando me di cuenta de que acababa de cometer un error. Pensé que iba a llamar a mi familia en Euskadi para decirles que debía volver unos días después.


Mi jefe, Jean, me dijo que íbamos a ir a Noruega a por más material para los contenedores. Nos montamos en el coche y todo iba bien. Atravesamos la frontera entre Suecia y Noruega sin problemas y Oslo no estaba ya muy lejos. De pronto, nos dimos cuenta de que un coche de policía nos perseguía. Probablemente el radar de velocidad que vimos unos kilómetros antes dio la voz de alarma. Mi amigo dudo por un momento entre intentar escapar o parar. Estábamos entrando en la población noruega de Asker, atravesando el puente de Drammen. Jean decidió parar para evitar problemas mayores e inmediatamente la policía nos hizo salir del coche y me apartaron a un lado para interrogar a Jean que era el que conducía el coche. En el momento en el que se acercaban hacia mi, mi jefe salió corriendo rápidamente y se escapó sin dejar rastro. Cuando vi que Jean salía corriendo no me lo podía creer. No tuve tiempo para enfadarme, porque pensé enseguida que mi situación era irregular y en lo que debería hacer en una situación así. Decidí enseguida que debía mantener la sangre fría pero en mi cabeza se repetía la misma pregunta una y otra vez: ¿acabará aquí mi sueño?


Me preguntaron de qué le conocía a mi jefe. Creo que sospechaban que lo conocía bien y que era su socio. Les insistí en que únicamente trabajaba desde hace pocos meses para él en la exportación de material hacia África pero no me creían. Supe más tarde a través de la policía que mi amigo estaba implicado en algún asunto que no quisieron contarme.


Estaba muy nervioso, no sabía bien que estaba pasando. Me pidieron la documentación y les dije que no tenía. Entonces, me dijeron que si no tenía documentación me tendrían que llevar a la policía nacional para mi identificación. Lo había pensado más de una vez, lo había ensayado: si cualquier policía me paraba o debía hacer cualquier trámite daría siempre el nombre de Blanchard Bencley. Mi abuelo me dio ese nombre aunque no era oficial y fue el nombre que le di a la policía española cuando llegue a España a través del estrecho de Gibraltar. Era el nombre que aparecía en la tarjeta sanitaria de la junta de Andalucía y que llevaba encima. Pensaba que si contrastaban la información con la policía española me enviaría de nuevo allí.


Pero estaba tan nervioso que les di el certificado de empadronamiento en Donostia y claro, allí se podía ver mi verdadero nombre: Venceslas Obame Eyezokh. La policía descubrió más adelante que mi verdadero nombre estaba en el registro de Francia porque fui expulsado de París en 2019 por tener el permiso de estudios caducado.



-Manu, La police ma bloqué en norvege (Manu, la policía me ha detenido en Noruega)- me escribió en francés, probablemente porque quería que el mensaje fuese inequívoco.- Vamos a la comisaría porque quieren saber realmente quien soy yo y no sé que me van a decir. Voy a escuchar y ya te contaré. Joder... mi cabeza está caliente, muy caliente , pero bueno, voy a ver qué me dicen. Me han comentado que me van a coger las huellas dactilares para saber quien soy.


La noticia de su detención me dejó completamente desconcertado. No entendía cómo había llegado a ese punto, pero, al mismo tiempo, una parte de mí sentía que mis peores temores se estaban haciendo realidad. Empecé a intentar reconstruir la situación en mi cabeza con los datos que me había facilitado con sus audios y vídeos: quizá todo comenzó con un control rutinario de tráfico, algo tan sencillo como una infracción de velocidad. Pero cuando su jefe decidió huir, dejando a Blanchard solo en el coche, la policía no tuvo más remedio que investigar.


Supuse que, al no poder identificarlo de inmediato y al comprobar que estaba en el país de manera irregular, decidieron llevarlo a la comisaría. Allí, seguramente comenzaron a hacerle preguntas para determinar su verdadera identidad y entender qué hacía en medio de aquel embrollo. Era una situación que, aunque trataba de imaginarla, me resultaba difícil de procesar. La imagen de mi amigo, enfrentándose solo a una maquinaria legal y policial en un país tan lejano, me pesaba enormemente.


No podía dejar de darle vueltas a lo que había pasado. Me resultaba muy duro imaginar que su jefe, la persona que tanto había insistido para que Blanchard se uniera a él en Dinamarca, lo hubiese abandonado de esa manera. No sabía qué problemas podría tener aquel hombre con la justicia, pero lo que más me enfurecía era la idea de que lo dejara tirado, a su suerte, en el peor momento. Era como si todo el esfuerzo y la confianza que Blanchard había depositado en él no hubiesen significado nada.


La imagen de Blanchard enfrentándose solo a la policía, mientras su jefe escapaba sin mirar atrás, me generaba una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo alguien podía ser tan cobarde y desleal? Para mí era incomprensible, y aunque trataba de encontrar una explicación racional, solo podía pensar en lo injusto y cruel que era dejarlo cargar con todo el peso de esa situación, especialmente sabiendo lo vulnerable que era su posición.



(Octubre 2022)



 
 
 

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