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4. ATRAPADO EN TIERRA EXTRAÑA

Actualizado: 5 dic 2024

Cuando llegué al centro de retención, que se encontraba a unos cuantos kilómetros de Oslo, sentí que estaba entrando en una prisión y para mí era una situación nueva que nunca había experimentado. La primera semana fue confusa, no entendía cuáles eran sus planes para mí. Me sentía como si un grupo de personas controlara mi vida y no encontraba descanso. Decidí hacer ejercicio para agotarme físicamente y poder dormir mejor, pero seguía sin comprender qué iba a pasar conmigo.


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Me dijeron que tendría que comparecer ante un juez, quien decidiría si me liberaban. Si no conseguía salir, tendría que volver al centro de retención por otro mes. Así ocurrió una y otra vez, cada mes que pasaba allí, me enfrentaba a la misma situación: ir ante el juez y escuchar si me liberarían temporalmente, si me enviarían a España o si me deportarían a Gabón.




Aquel golpe fue duro también para nosotros. Tras sus últimos mensajes, en los que nos informaba de su detención, se hizo el silencio. Hasta que, un día, apareció un número desconocido en mi móvil con el prefijo +47 . Era él. Le habían incautado todas sus pertenencias, incluido el móvil Estaba usando un teléfono que le cedían por unos minutos en el centro de internamiento para contactar con sus familiares o amigos. Así fue casi a diario durante los nueve meses que duró el cautiverio. Alrededor de las ocho de la tarde, sonaba el móvil y sabíamos que era nuestro amigo al otro lado, listo para empezar una conversación, triste en ocasiones pero tratando siempre de imprimir un toque de humor y optimismo.


En nuestra primera comunicación quisimos entender su situación, pero todo eran incógnitas. ¿Cuál era su estatus legal? ¿De qué lo acusaban exactamente? ¿Qué podía esperar en aquel país lejano que, de pronto, se había convertido en su prisión? La incertidumbre nos abrumaba, mientras tratábamos de juntar las piezas de un puzzle probablemente incompleto. Blanchard hacía lo posible por explicarse, pero sus respuestas eran fragmentadas, llenas de vacíos que solo acrecentaban nuestra inquietud. Nos aferrábamos a cada palabra suya, tratando de leer entre líneas, buscando una salida que él mismo no parecía encontrar.


Finalmente, tras varias semanas de este limbo, Blanchard me pidió que contactara a su abogada de oficio. Pensaba que, quizá, yo podría aportar algo útil a su causa, algún detalle que marcara una diferencia en su defensa. Me dio su correo electrónico, explicándome que Dina, su abogada, no veía inconveniente en que yo contactara con ella directamente.


Decidí escribirle a Dina Andersen con la esperanza de obtener algo de claridad entre tanta confusión. En mi primer mensaje, intenté explicarle quién era yo y la relación que tenía con su defendido. Le conté que lo habíamos acogido en nuestra casa en San Sebastián hacía dos años, en un momento en el que su vida estaba llena de precariedad e incertidumbre. Le expliqué que desde entonces habíamos intentado ayudarle tanto económicamente como en la gestión de su documentación y que era como uno más en nuestra familia.


Le expresé mi confusión y mi preocupación. Blanchard me había mencionado que el juez había decidido prolongar su detención por ocho semanas más, pero yo no entendía las razones detrás de esa decisión. ¿De qué se le estaba acusando exactamente? ¿Había algo que pudiéramos hacer desde nuestra posición para ayudarle? Buscábamos respuestas, aunque no fuesen las que nos gustaría oir. Necesitábamos entender no solo a qué se estaba enfrentando, sino también qué posibilidades tenía de salir adelante y a qué esperanza podía aferrarse en los meses que se avecinaban.


Dina me respondió al día siguiente y su respuesta fue directa: las autoridades noruegas ya habían contactado con el gobierno español que confirmó que efectivamente Venceslas (su verdadero nombre y el que constaba en la documentación en manos de la policía noruega) no tenía un permiso de residencia legal en España. Sin embargo, si yo podía enviarle cualquier documento que probara lo contrario, ella podría presentarlo ante el tribunal. Por otro lado, me explico que debía comparecer periódicamente ante el juez para comprobar si había novedades en el caso con el fin de resolverlo lo antes posible y en caso contrario volvería al centro de internamiento.


En un nuevo intento por ayudar, le envié a Dina toda la documentación que tenía sobre la estancia de Blanchard en San Sebastián. Incluí varios certificados de empadronamiento, un certificado de estudios y prácticas laborales, un extracto bancario, y hasta un enlace a una página web que había creado para documentar todo lo relacionado con su situación. Incluso me atreví a contar en un vídeo todo lo que le envié por escrito y le propuse que se lo enseñara al juez.


Dina me agradeció mi interés y valoró los documentos que le envié. Me explicó que ya había presentado la mayoría de ellos al tribunal. Sin embargo, me dejó claro que el problema principal no era tanto si Blanchard había tenido en algún momento una base legal para quedarse en España, sino que las autoridades afirmaban que su permiso de residencia no existía. Este detalle complicaba la situación, pero también ofrecía una posible salida: si lograba obtener una confirmación oficial de las autoridades españolas que demostrara lo contrario, eso podría cambiar significativamente el rumbo del caso. Su mensaje era claro, pero también desalentador porque los documentos de los que disponía mi amigo eran de ámbito local y no tenía ninguno de carácter nacional.


Con el tiempo, la frustración crecía. Blanchard intentaba solicitar asilo en Noruega, pero Dina no tenía muchas esperanzas en que se lo concedieran. Mientras tanto, las posibilidades de su retorno a Gabón se hacían más reales. Pedirían un pasaporte en la embajada de Gabon y entonces tendrían las manos libres para enviarlo de nuevo a su país. Le pregunté a Dina si podían obligarle a aceptar un pasaporte gabonés contra su voluntad. Su respuesta, tan desoladora como precisa, fue que las autoridades podían hacerlo si conseguían verificar su ciudadanía.


A pesar de ello, no dejé de intentar explorar todas las opciones posibles. Sugerí que tal vez podría ser trasladado a Francia, donde había estudiado, o que las autoridades noruegas simplemente lo dejaran volver a España y reconstruir su vida allí. Pero, una y otra vez, Dina me recordaba que, sin un permiso legal en España, esas soluciones no eran viables.


En enero de 2023, las cosas se complicaron más cuando Dina nos informó que las autoridades noruegas podían mantener a Blanchard detenido hasta 18 meses si lo consideraban necesario. Sin embargo, ella no creía que esto fuera probable, ya que la prioridad de la fiscal era enviarlo a Gabón.


En mi frustración, actuaba más con el corazón que con la cabeza. Me movía por impulsos, intentando encontrar cualquier forma de ayudar a Blanchard, aunque a veces no supiera muy bien si lo que hacía era lo más adecuado. Sentía que cada pequeño paso, cada mensaje enviado o cada llamada realizada era un acto de fe, una manera de luchar contra esa sensación de impotencia que me consumía. No tenía todas las respuestas, ni siquiera sabía si nuestros esfuerzos serían útiles, pero necesitaba intentarlo. Quería seguir adelante, incluso cuando mi lógica me decía que estaba perdido en un laberinto sin salida clara. A lo largo de esos meses, tratamos de mantener la esperanza. Pregunté si sería útil contactar con el defensor del pueblo noruego o alguna ONG que trabajara con inmigrantes. Dina, tan pragmática como siempre, no se mostró muy optimista.


Sin embargo, no nos quedamos de brazos cruzados. Decidimos actuar, escribiendo cartas, haciendo llamadas y explorando cualquier vía que pudiera servir para sacarlo de allí. Nos pusimos en contacto con una ONG noruega, intentamos informarnos a través del gobierno vasco y buscamos respuestas llamando a distintas puertas. Cada paso era un pequeño rayo de esperanza en medio de tanta incertidumbre, aunque la sensación de estar luchando contra un muro era constante.



El abogado de la policía siempre estaba en mi contra, insistiendo en que debía volver a Gabón. Para cuando llegué al sexto mes, estaba completamente agotado de estar en un lugar donde el estrés se acumulaba día tras día. Sentía que ser negro era un crimen en Noruega. Le dije a los policías que enviarme de vuelta a Gabón era destruir mi vida, pero ellos respondían que no podía quedarme en Noruega. Lloraba cada noche en mi habitación cuando escuchaba el sonido de las llaves cerrando la puerta a las 10 de la noche. Las lágrimas caían sin cesar. Decidí quedarme en silencio, aunque sentía que debían escucharme de alguna forma.


Un día me preguntaron qué quería. Les respondí que se imaginaran cómo sería estar en mi lugar, en mi cabeza, y vivir lo que yo estaba viviendo. Les dije que el "paraíso" que pintaban al hablar de Noruega, para mí se había convertido en un infierno. Añadí que siempre era lo mismo, cada vez que ocurría algo, el drama se repetía: una y otra vez tenía que ir ante el juez, y todo se volvía una historia interminable. Había soportado demasiado en su centro. Pensaba en mi futuro, pero sobre todo en cómo me habían robado nueve meses de libertad. No podía seguir soportando estar encerrado.


Por las mañanas, todos los detenidos se acercaban a mi puerta para despertarme. Querían pasar tiempo conmigo y escuchar mis historias, que nunca terminaban bien, pero nos ayudaban a mantenernos ocupados. A veces no quería hablar con nadie, prefería quedarme solo, pensando.


Hice una amistad con una policía, una mujer con la que hablaba todo el tiempo. Me prometió que intentaría ayudarme a salir del centro e incluso me prometió matrimonio. Cada vez que estaba de servicio, venía directamente a mi habitación para hablar conmigo, preguntarme cómo había dormido, qué pensaba, y si necesitaba algo. Esa amistad me proporcionó ciertos privilegios en el centro que los otros detenidos no tenían, lo cual provocaba la envidia de algunos.


Mi primer intento de fuga fue arriesgado: traté de cruzar los alambres de púas de la cerca que rodeaba el centro. Cogí una sábana y la coloqué sobre los alambres para poder pasar. Sin embargo, en cuanto agarré la sábana, los alambres la rasgaron. Volví a mi habitación, corté la sábana en pequeños trozos y me las arreglé para llevarme otra sábana de la recepción. Ese día, en la recepción estaba el señor Samie, uno de los vigilantes, quien me vio intentando saltar la valla, pero como nadie más se dio cuenta, decidió ayudarme.


“Te vi, Blanchard”, me dijo. “Pero como nadie más se ha dado cuenta, no hay problema. Vuelve a tu habitación, yo te cubro”.


Fui a mi habitación sin la sábana y al poco rato él entró. “Es una buena idea intentar escapar”, me comentó, “pero es muy difícil. Si logras escapar, te atraparán de todos modos, porque aquí no hay taxis, autobuses ni trenes para transportarse y además hay un campamento militar cerca Así que te detendrán y pasarás tres años en prisión. Mejor quédate tranquilo”. Luego me pidió que le diera las sábanas rasgadas antes de que alguien más se diera cuenta y se ofreció a tirarlas y traerme otras nuevas.



Cada vez que recibía noticias de Dina, el futuro parecía más sombrío. Las apelaciones al rechazo de asilo fueron en vano. Los contactos con la embajada gabonesa en Berlín se intensificaron, y la posibilidad de que Blanchard fuera deportado en cualquier momento se hizo casi una certeza.

Incluso cuando ya parecía que no había mucho más que hacer, Blanchard seguía resistiendo, aferrándose a la esperanza de que, de alguna manera, pudiese evitar su vuelta a Gabón. Pero a mediados de mayo de 2023, Dina nos dio una de las peores noticias: las autoridades noruegas habían conseguido verificar su ciudadanía gabonesa, y todo apuntaba a que su deportación sería cuestión de semanas. Era una lucha contra el tiempo,que sabíamos que estábamos perdiendo.




Los policías del centro querían que me quedara en Noruega e hicieron todo lo posible para lograrlo, pero no funcionó. Finalmente, el 9 de Junio de 2023, el juez dicto sentencia: debía salir del país rumbo a mi país de origen, Gabón. Doce días más tarde, subí a un vuelo hasta París, desde donde tomaría otro hacia Gabón. No pude contener mis lágrimas incluso dentro del avión.




 
 
 

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