6.- UN EMPUJÓN HACIA EL FUTURO
- manuzubi
- 7 dic 2024
- 8 Min. de lectura
El 22 de Junio a eso de las nueve de la noche recibí un whatsapp. Era un mensaje desde un número que mi teléfono no llegaba a identificar:
- Hola Manu. Di a todo el mundo que he llegado bien
Cuando leí su mensaje de WhatsApp, me sentí aliviado, sus palabras despejaron la incertidumbre y la tensión acumulados durante los últimos días. Estaba sano, estaba libre, pero mi sensación de alivio no duró demasiado. Sabía que lo difícil no terminaba ahí, y que el vínculo que habíamos tejido durante todo este tiempo estaba a punto de ponerme frente a nuevas tensiones y dilemas.
Conocía a Blanchard lo suficiente como para anticipar que quedarse en Gabón no sería una opción para él, especialmente después de todo lo que había vivido en Europa y de todo lo que había arriesgado por alcanzar una vida mejor. Probablemente, volver al lugar que había dejado hacía años era, para él, una derrota temporal, no un punto final. Tenía claro que su mente ya estaría trazando el próximo plan, buscando una manera de salir de allí, de intentarlo una vez más.
Y yo... ¿qué podía hacer yo? A kilómetros de distancia, con mi propia vida y mis propios problemas, sabía que pronto sus mensajes empezarían a incluir peticiones de ayuda. No lo hacía con maldad, lo sabía. Era supervivencia pura, pero eso no hacía más fácil enfrentar las decisiones. ¿Cómo negarme a alguien que, con cada palabra, me hacía partícipe de su vida? Pero, al mismo tiempo, ¿cómo podía asumir una carga económica y emocional tan grande sin sentir que me estaba ahogando en sus problemas?
Aquel mensaje de WhatsApp, simple en apariencia, me puso frente a frente ante un dilema de difícil solución: Blanchard no podía quedarse allí, pero tampoco podía irse sin ayuda. Y en el fondo, ya sabía quién se convertiría en su principal apoyo.
Y, como había temido, las peticiones no tardaron en llegar. Blanchard, recién aterrizado en Libreville, me escribió de nuevo: necesitaba dinero para quedarse una semana en el hotel. Tenía su lógica; sin un lugar donde alojarse, se encontraba expuesto en una ciudad que ya no consideraba su hogar. Pero no fue solo eso. También me pidió algo mucho más importante: su pasaporte.

Recordé entonces que Blanchard no llevaba su pasaporte encima desde que salió de nuestra casa y se asomaron en mi mente las palabras que me dijo: “ Tranquilo. El pasaporte está bien guardado pero no lo tengo yo”. Había dejado su pasaporte en nuestra casa de manera consciente antes de partir a Europa. Había tomado aquella decisión con una razón clara y calculada: evitar que la policía pudiera identificarlo fácilmente si lo detenían en alguno de los países por los que tenía previsto cruzar. Era un riesgo que asumió para protegerse, pero ahora, de vuelta en Gabón, esa precaución se había convertido en un nuevo obstáculo. No fue difícil localizar su pasaporte en nuestra casa con las indicaciones que me dio entre bromas. Reconozco que el tema del pasaporte lo había planeado bien, tengo más dudas sobre todo lo demás.
Al día siguiente, le mandé el pasaporte mediante una empresa de envíos internacionales, para que lo recogiese en su oficina del aeropuerto. Con el trámite prácticamente resuelto y el pasaporte en camino, Blanchard no tardó en hablarme de sus planes para el futuro:
- Manu, no te lo había dicho, quiero ir a Marruecos a trabajar, creo que allí podré salir adelante con la documentación de Gabon. Quiero ir a Casablanca
-¿Marruecos? ¿Por qué Marruecos? No me hablaste muy bien de tu estancia en Marruecos antes de cruzar el estrecho. - le pregunté recordando su experiencia en aquel país.
- Eso es en el norte del país, yo me quedaré en el sur que es mucho más tranquilo y es más fácil trabajar.
- Mi temor es que intentes otra vez cruzar el mar para volver a Europa. No me gustaría que pusieses tu vida en peligro con mi colaboración.
- No, ahora quiero trabajar y creo que Marruecos es un buen sitio para eso.
Cuando Blanchard me dijo que quería viajar a Marruecos para trabajar, no pude evitar que la desconfianza me invadiera. Su argumento parecía lógico: buscar una oportunidad laboral en un país vecino. Pero algo me decía que Marruecos no era el destino final. Conociendo su historia, su determinación y su sueño de alcanzar Europa, era difícil creer que no estuviera planeando intentarlo de nuevo.
Me pidió dinero para el billete de avión y lo justo para comenzar en Marruecos, una suma que, aunque no desorbitada, era considerable para mí. Tengo una familia, mis propios problemas y los gastos de cualquier persona de un país que califican como desarrollado. Además, se trataba de un billete de ida y vuelta, como exigen en muchos países para asegurar de alguna manera que tienes intención de volver al país de origen. No era solo la cantidad lo que me preocupaba, sino lo que representaba. Temía que aceptar esta petición fuese abrir la puerta a un mecanismo que se repetiría una y otra vez: "necesito dinero, pido dinero y soy yo el que pone el dinero." Si no trazaba un límite ahora, podía terminar atrapado en un ciclo que sería insostenible, tanto emocional como económicamente.
La situación me enfrentaba a un dilema difícil. Quería ayudar a Blanchard, pero no a costa de perder el equilibrio de mi propia vida. ¿Dónde debía poner la línea entre la solidaridad y la responsabilidad personal?
Sabía que había llegado el momento de hablar claro con mi amigo. Su situación era complicada, y yo era plenamente consciente de ello. Pero también entendía que no podía permitir que se instaurara ese mecanismo de recurrir siempre a mí cada vez que surgía un problema. Si no lo paraba ahora, corría el riesgo de desgastar nuestra relación hasta el punto de perderla.
Era una conversación difícil, porque se mezclaban demasiados aspectos. Por un lado, estaba nuestra relación: Blanchard no era solo un amigo, había sido prácticamente un miembro de nuestra familia durante los años que vivió con nosotros. Por otro, estaba el tiempo y la energía que le dedicaba, la preocupación constante que me generaba su situación. Y, finalmente, el aspecto económico, que ya había comenzado a pesar y que intuía se haría cada vez más grande si no ponía límites.
Sabía que esta conversación sería un punto de inflexión. Era una decisión que tomaba por ambos, con la esperanza de no solo protegerme a mí mismo, sino también preservar lo que aún quedaba de nuestra relación:
"Blanchard, sabes cuánto te apreciamos y cuánto valoramos nuestra amistad. Eres un gran tipo, y siempre he admirado tu capacidad para mantener la alegría y encontrar lo positivo incluso en las situaciones más difíciles. También sé, de primera mano, las penurias que has tenido que soportar desde que decidiste salir de tu país y soy consciente de tu actual situación.
Desde el principio, te hemos ayudado de manera incondicional. He dedicado tiempo, energía y recursos para apoyarte: con la documentación, la vivienda, las ayudas municipales, y hasta con las gestiones durante tu estancia en Noruega. Todo esto lo hice porque creía en ti y porque te considero parte de nuestra familia. Pero debo ser honesto contigo: todo ese esfuerzo no solo ha sido emocionalmente intenso, sino también un sacrificio que ha tenido un impacto en mi propia familia, a quienes les he robado tiempo y dedicación.
Además, económicamente, hemos asumido un esfuerzo considerable. Lo hemos hecho porque creíamos que era lo correcto, pero no podemos mantener este ritmo indefinidamente. Ahora me preocupa que estemos entrando en una dinámica en la que cualquier problema que surja se convierta en una nueva petición de ayuda. Y sabes que, por mucho que quiera, no podré resolver todo por ti. Esto no significa que no me importes; lo que te digo es que sería una pena que nuestra relación se desgaste por no poner límites a tiempo."
Su respuesta en forma de mensaje no se hizo esperar. Me escribió de inmediato, con un tono desesperado pero insistente:
"Manu, por favor, tengo que salir de aquí. No puedo quedarme más tiempo en Gabón. Marruecos es mi única opción ahora, puedo trabajar allí, empezar algo nuevo. Ayúdame, por favor, eres la única persona a la que puedo pedir ayuda. Ayúdame a viajar a Marruecos y será lo último que te pida."
Era imposible ignorar el peso de sus palabras. Sabía que para él, quedarse en Libreville no era una opción. Pero también sabía que esta no era una simple petición de dinero; era una súplica cargada de su constante búsqueda de escapar, de avanzar, de construir algo mejor. Sus palabras reflejaban tanto su urgencia como su fe en que yo podía ofrecerle esa salida que desesperadamente necesitaba.
No sabía qué contestar. Guardé silencio, dejando que sus palabras resonaran en mi cabeza mientras intentaba encontrar una salida. Esa noche, le di vueltas a las distintas alternativas, valorando qué camino tomar. Sabía que debía ser claro: no podía seguir enviándole dinero cada vez que surgiera un problema. Había llegado el momento de poner un límite. Pero al mismo tiempo, no podía ignorar el impulso de ayudarle, especialmente si, como decía, esta etapa en Marruecos realmente era el inicio de su independencia económica, aunque en el fondo dudaba mucho de ello.
La solución debía conciliar ambas posturas: mantener mi apoyo sin comprometer más mi estabilidad económica ni la de mi familia. Entonces se me ocurrió una idea. Pensé en las personas que le habían ayudado mientras estaba con nosotros, aquellas que habían mostrado empatía por su situación. Quizás, si les explicaba lo que estaba ocurriendo, podrían colaborar económicamente para cubrir este último empujón. Podría ser un "dos por uno": aliviar la presión que recaía sobre mí y brindarle la ayuda que necesitaba.
No fue una decisión sencilla, y tenía serias dudas sobre si aquello pondría fin a la historia o si solo alargaría el ciclo de peticiones. Pero finalmente, me decidí. Puse en marcha la iniciativa y se lo hice saber a Blanchard, explicándole que haría todo lo posible para conseguir esa ayuda, pero que ya no podía asumir esa carga yo solo. Y sobre todo, insistí en que era el último dinero que iba a recibir y que a partir de ahora tendría que ser económicamente independiente.
Decidí escribir un correo a todos mis amigos y familiares que conocían a Blanchard o que, de una forma u otra, habían colaborado durante su estancia en Donostia. Era una carta breve, pero cuidadosamente redactada. Les explicaba su situación actual, atrapado en Libreville y sin recursos, y les planteaba la idea de ofrecerle un último empujón para que pudiera comenzar una nueva vida. Dejé claro que esta sería la última vez que pediría ayuda económica para él, subrayando que lo hacía porque pensaba que, en este momento, necesitaba una oportunidad para salir adelante.
Quise ser muy honesto en mi planteamiento. Insistí en que los donativos serían completamente anónimos, y, sobre todo, recalqué que nadie debía sentirse obligado. Era lo que más me molestaba de toda esta situación: la sensación de que alguien pudiera dar su dinero por compromiso o por presión, en lugar de hacerlo desde la convicción. También fijé un plazo claro de tres días para la colecta, con la esperanza de reunir lo suficiente para ayudarle sin dilatar más el proceso.

Para mi sorpresa y agrado, la respuesta fue mucho más generosa de lo que esperaba. En tan solo tres días, se recaudaron 3.000 euros gracias a la solidaridad de quienes nos rodeaban. Era un gesto que no solo reflejaba el aprecio hacia Blanchard, sino también la confianza en mis palabras y en mi propósito. Fue un momento emocionante, una muestra de que, incluso en situaciones difíciles, la empatía y la bondad seguían siendo más fuertes que mis propias dudas.



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