24.- ATRAPADO EN SFAX
- manuzubi
- Mar 28
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Updated: 1 day ago
Al día siguiente, recibí una llamada por WhatsApp desde un número desconocido con el prefijo de Túnez. No la atendí. Esta vez, lo primero que hice fue fijarme en la foto de perfil. La imagen de que aparecía ante mis ojos volvió a impresionarme. Sobre un fondo negro, se dibujaban delicados adornos dorados enmarcando un círculo central en el que destacaba una caligrafía árabe en oro. La composición tenía un aire solemne y misterioso, una estética que transmitía cierta sensación de respeto y trascendencia.
Al verla, sentí una extraña impresión. No sabía exactamente por qué, pero aquella imagen me inquietaba. Tal vez era el contraste entre el negro profundo y el dorado brillante, o quizás la certeza de que tenía un significado importante que en ese momento desconocía. Me quedé mirando la imagen unos instantes, tratando de descifrar sus trazos y símbolos.

Intrigado, decidí buscarla en internet. Rápidamente encontré su significado: se trataba de un diseño con el nombre del profeta Mahoma en caligrafía árabe, acompañado de la frase "que la paz y las bendiciones de Alá sean con él". Era una representación que se usaba con frecuencia en contextos religiosos islámicos, un símbolo de respeto y devoción. Al ver que aparecía en numerosos diseños y que su uso parecía bastante extendido, sentí cierta tranquilidad. No parecía tratarse de algo inquietante, sino más bien de un emblema común en el ámbito religioso musulmán.
El audio de Blanchard llegó casi de inmediato. Su voz sonaba con prisa, pero también con un tono de alivio:
"Estoy ya en el coche, estoy ya lejos de Kasserine. No respondas a ningún mensaje que te pueda llegar. He hablado con el chófer y me ha dicho que ha recibido mensajes en los que le pedían dinero."
Sus palabras me hicieron comprender al instante los mensajes de la víspera en los que me pedían dinero. Me reconfortó saber que Blanchard estaba en movimiento, alejándose de aquel lugar incierto pero la advertencia me dejó un regusto amargo.
Blanchard utilizaba cualquier teléfono que se le pusiera a tiro, introduciendo mi número para comunicarse conmigo. Sospechaba que, a este paso, la mitad de los censados en el continente africano iban a tener mi contacto, y lo peor era que no solo tendrían mi número, sino también la certeza de que pertenecía a un europeo ingenuo, un pardillo al que, con un poco de suerte, se le podía sacar algo de dinero.
— Mira txabal, borra mi número de los teléfonos que vayas utilizando, incluido éste. Y borra también los mensajes que nos intercambiamos. Nadie debe saber que te comunicas con un europeo. De otra forma, recibiré mensajes que pueden confundirme y hacerme imaginar cosas que no son ciertas. Yo los iré bloqueando a medida que los dejes de usar. – le escribí con un tono enfadado que, probablemente, no se percibía en el mensaje escrito.
— Sí, tranquilo. Lo borraré todo a partir de ahora. Este es el teléfono del chófer que me lleva. Voy a dejar ahora este teléfono y borraré todo. Intentaré llamarte mañana. Estaré ya en Sfax.
En Septiembre de 2023, la situación de los migrantes subsaharianos en Sfax era crítica. La ciudad tunecina, uno de los principales puntos de partida hacia Europa, se había convertido en un lugar hostil para ellos. Perseguidos por la policía, muchos eran arrestados y expulsados sin contemplaciones. Algunos eran deportados a Argelia, donde el rechazo y la precariedad los obligaban a seguir huyendo. Otros eran abandonados a su suerte en el desierto libio, sin agua ni recursos, condenados a una muerte segura si no lograban encontrar ayuda.
El clima de violencia y xenofobia se vio agravado por el discurso del presidente tunecino, Kais Saied, quien acusó a los migrantes subsaharianos de formar parte de un complot para cambiar la identidad árabe-musulmana del país. Además, rechazó la ayuda ofrecida por la Unión Europea a cambio de frenar la migración, calificándola de irrisoria y una forma de injerencia extranjera. Estas declaraciones avivaron aún más el sentimiento antimigrante, desencadenando episodios de violencia extrema.
Uno de los hechos más impactantes fue el asesinato de un ciudadano de Benín, apuñalado mortalmente por un grupo de jóvenes tunecinos en un ataque a una casa en el barrio de El Haffara. También, en medio de un enfrentamiento entre tunecinos y migrantes en Sfax, un ciudadano tunecino perdió la vida, lo que desató una ola de represalias contra los inmigrantes, quienes fueron víctimas de ataques, desalojos forzosos y linchamientos. Ante el peligro creciente, muchos migrantes huyeron de la ciudad, temiendo por su seguridad.
En Sfax se juntaban dos tipos de miseria: la de una población local que estaba en las últimas y la de esta comunidad de migrantes desesperados que solo esperaban la oportunidad de marcharse. En medio de ese caos, la vida de los subsaharianos se reducía a la supervivencia diaria, mientras las autoridades los utilizaban como chivo expiatorio en un contexto de crisis social y económica.
En este contexto, Blanchard llegó a una población cercana a Sfax llamada El Awabed. El chófer que lo había trasladado desde Kasserine le indicó que debía permanecer en un piso, junto a otro grupo de migrantes. Les advirtió que no debían salir de aquel lugar, ya que la situación en la zona no era segura para ellos. Con la tensión en Sfax al límite, exponerse significaba correr el riesgo de ser atacados, detenidos o expulsados.
Así me lo explicó en su último mensaje que había sido enviado desde un teléfono que conocía previamente, ya que era el número del teléfono que vendió hacía semanas en Níger. Aquel detalle me desconcertó por un momento. ¿Cómo era posible que volviera a escribirme desde un teléfono que supuestamente ya no le pertenecía? Pero su explicación tenía sentido: había vendido su antiguo teléfono, sí, pero conservó la tarjeta SIM y ahora, con algo de dinero, había adquirido un móvil sencillo por unos pocos euros. Era un dispositivo básico, pero suficiente para seguir comunicándose en su interminable viaje.
Blanchard estaba más cerca que nunca de su objetivo: Europa. Justo enfrente, a unos 180 kilómetros en línea recta, se encontraba la isla de Lampedusa, la puerta de entrada al territorio europeo. En ese momento surgieron las preguntas: ¿Cómo iba a atravesar el mar hasta Lampedusa? , ¿Tenía dinero para hacerlo?
Yo no estaba dispuesto a ofrecer un dinero que podía traerle de vuelta a Europa, pero que también podía representar el fin de su viaje o, peor aún, el fin de su vida en aguas del Mediterráneo si la travesía fracasaba. No quería, no podía participar en todo aquello. Mi única esperanza era que Blanchard tuviese aún el dinero suficiente para la travesía y que fuera él quien tomase la decisión con sus propios recursos.
Quise aclarar todas aquellas dudas con él:
—Blanchard, ¿Tienes dinero para cruzar?
Blanchard no sabía aún cuánto costaría la travesía. Le habían dicho que al día siguiente les informarían del precio. Había varias opciones: barcos para 35 personas, más seguros, y otros para 200, más baratos. Él ya había hablado con el contacto y le había dejado claro que solo tenía 1000 euros. Pero el problema no era solo el dinero. La policía estaba por todas partes y pasar se volvía complicado. Tendrían que esperar más de una semana, y si gastaba todo en el viaje, no le quedaría nada para subsistir. Además, no sabía si los organizadores aceptarían su oferta. Si la rechazaban, tendría que considerar otras opciones para seguir adelante. Quise hablarle con claridad:
—Yo no puedo financiar un viaje ilegal cuyo final no está claro. No puedo participar en tu sueño de llegar a Europa. Y es que, aunque lo consiguieras, no veo qué futuro te espera. Si la policía italiana te detiene e identifica, quizá te deporten de nuevo a Gabón. Y, en el mejor de los casos, ¿qué harás en un territorio que te ha prohibido la entrada durante cinco años?
Así era. La sentencia del juez noruego dejaba claro que tenía prohibido ingresar al espacio Schengen por un lustro. Si lo identificaban a través de sus huellas dactilares, su nombre aparecería en la lista de migrantes con entrada restringida a Europa.
Blanchard me escribió con la urgencia de quien siente que no le queda otra opción:
—Estoy en el final del camino. Ha sido un viaje largo, lleno de dificultades, pero las he ido superando poco a poco. Ahora estoy muy cerca, más cerca que nunca. Creo que me dejarán subir al barco. Tengo que salir de aquí. África no es como la imaginas, aquí no se puede vivir, aquí no hay futuro. En cuanto llegue a Europa me las arreglaré solo, no te preocupes. Pero primero, tengo que salir de aquí.
Y siguió exponiendo sus problemas:
—Creo que con el dinero que tengo podré pasar, pero necesito algo para mantenerme. Necesito comer, cubrir lo básico mientras espero. No puedo gastar lo que tengo porque, si me quedo con menos, no me dejarán subir al barco. Por favor, ayúdame. Dame algo de dinero para aguantar aquí el tiempo que haga falta. Nos han dicho que tendremos que esperar al menos una semana en este piso. !Estoy al final del camino! !He hecho ya lo más difícil!
No pude disimular mi enfado ni mi desesperación. Me molestaba profundamente que Blanchard tomara sus decisiones sin contar con nadie, pero luego recurriera a mí para financiar sus errores. Le envié un nuevo mensaje al leer sus últimas reflexiones :
—Sabes que no has contado conmigo para hacer este viaje. Sabes que he gastado mucha energía y mucho dinero en todo esto. Sabes que mi dinero no es solo mío, es de mi familia. Me pregunto si habrías tomado estas decisiones si no hubieras contado con mi apoyo. Quizá ese mismo apoyo es el que te está empujando por un camino que puede poner en peligro tu vida. Además, aunque llegues a Europa, ¿cual será tu futuro? Tienes prohibida la entrada durante cinco años, lo sabes. Y sabes que en Europa vas a tener problemas para vivir y para trabajar.
Reconocía que mi mensaje no le animaría demasiado; en su situación, probablemente no era lo que quería escuchar. Pero era lo que sentía en aquel momento. Cuando me volvió a pedir dinero, sentí que estábamos atrapados en el mismo ciclo de siempre. Blanchard avanzaba, tomaba decisiones arriesgadas, se adentraba en terrenos cada vez más peligrosos y, cuando los problemas llegaban—porque inevitablemente llegaban—volvía a acudir a mí para que le sacase las castañas del fuego.
Era una sensación frustrante. No porque no entendiera su situación ni la desesperación que lo empujaba a pedirme ayuda, sino porque sentía que, en cierto modo, estaba sosteniendo un camino que él mismo había elegido sin consultarme. Yo no decidí que intentara cruzar a Europa desde Túnez, no fui quien lo llevó hasta Sfax ni quien negoció su lugar en un barco. Pero al final, cada uno de esos pasos terminaba afectándome, arrastrándome a una encrucijada moral en la que, una y otra vez, me veía obligado a decidir hasta qué punto debía involucrarme.
Sabía que decirle que no era condenarlo a pasar hambre, a quedarse sin lo mínimo para resistir la espera. Pero decirle que sí era prolongar una situación en la que él arriesgaba su vida y yo cargaba con el peso de sus decisiones. Me encontraba, una vez más, en la misma posición incómoda: atrapado entre la culpa y la impotencia.
Aun así, comprendía, al menos en parte, su actitud. Estaba en una situación límite, una más en toda esta historia llena de obstáculos. Imaginaba lo que debía de sentir: Europa, la Europa que conoció, estaba a solo unos kilómetros. Su sueño de volver a sentirse uno más entre nosotros parecía tan cercano que casi podía tocarlo. y en ese contexto acudía una vez más a pedir ayuda.
Le di muchas vueltas al asunto, sopesando los pros y los contras. Al final, tomé una decisión: darle 200 euros para que pudiera subsistir mientras esperaba su oportunidad para cruzar. No quería financiar su viaje, pero sentí que debía ofrecerle una última ayuda antes de que emprendiera su nueva aventura.
Y pensaba que sería la última, porque iba a cancelar la tarjeta en la que depositaba el dinero para que él pudiera disponer de él. Una semana antes, había recibido una llamada del banco pidiéndome explicaciones sobre el origen de los ingresos en esa cuenta. Durante más de un año, se habían realizado depósitos de pequeñas cantidades sin una justificación clara, sin una nómina ni una fuente de ingresos evidente que mantuviera viva aquella cuenta. Logré explicar la situación a la persona que me llamó, pero al final acordamos que lo mejor sería cancelar la cuenta, ya que el banco debía rendir cuentas ante instancias superiores. O al menos, eso fue lo que entendí.
Pero había algo más. Si Blanchard llegaba a Europa con la tarjeta, facilitaría su identificación y, de paso, la mía. Y eso podía ser un problema. Para él, porque significaría su expulsión a Gabón. Para mí, porque podrían sospechar que estaba colaborando en su entrada ilegal a Europa.
-Blanchard, esta es la última ayuda que voy a poder darte. Esa tarjeta que llevas contigo puede convertirse en un problema, tanto para ti como para mí. Mañana mismo iré al banco y cancelaré la cuenta que tenemos a nombre de los dos. Te he ingresado 200 euros para que puedas aguantar estos días, pero después de eso, la cuenta desaparecerá y la tarjeta que llevas dejará de funcionar. Sería mejor que la destruyeras, para evitar que puedan identificarte… y, de paso, también a mí.
Pensé que las cartas estaban ya sobre la mesa. Blanchard estaba a merced de quienes organizaban la travesía, y su única fuente de ingresos terminaba con este último ingreso. A partir de ahora, debería arreglárselas solo.
Por delante tenía 180 kilómetros de mar en línea recta hasta Lampedusa, pero el camino estaba lleno de incertidumbres. La policía tunecina, que en aquellos días intensificaba los controles para frenar la salida de migrantes. Los propios organizadores del viaje, que podrían abandonarlos a su suerte una vez cobrada la cantidad acordada. Y, por último, el Mediterráneo, que aunque muchas veces tranquilo, podía convertirse en una trampa mortal si algo fallaba durante la travesía.
Tras mi último mensaje, mi enfado fue dando paso a la preocupación. No pude evitar reflexionar sobre la vida de Blanchard y la de tantos otros que, como él, intentaban dejar atrás el continente africano en busca de un futuro mejor. Sus historias estaban marcadas por la desesperación, la incertidumbre y el riesgo constante.
Yo, en cambio, era solo un espectador de su lucha. Seguía su recorrido desde la distancia, sentado frente a un ordenador, en la seguridad de mi casa, con todas las comodidades a mi alcance. Mientras él se enfrentaba al hambre, al miedo, a la posibilidad de ser estafado o de naufragar en mitad del mar, yo leía sus mensajes con una taza de café en la mano, con un techo sobre mi cabeza y con un futuro que, aunque con sus propias preocupaciones, no estaba marcado por el peligro inminente ni por la desesperación de no tener dónde dormir o qué comer.
Era una sensación extraña. Me angustiaba su situación, me indignaban las injusticias que sufría, pero al mismo tiempo me sentía ajeno a su realidad. Mi mayor dilema era decidir si debía o no ayudarle, mientras que el suyo era encontrar la manera de sobrevivir un día más. Él arriesgaba la vida en cada decisión, mientras yo, desde la distancia, solo podía cruzar los dedos y esperar.
(Octubre 2023)
MAPAK
SFAX
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